Viajes del fénix de la laguna - Tortuga
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Viajes del fénix de la laguna

Viernes.13 de mayo de 2022 264 visitas Sin comentarios
Demétria d’Alcanyiç, Tortuga. #TITRE

Todos somos aves migratorias,
y el mundo está lleno de espanto.

Con el beneplácito del politburó de la Alcoraya.

LOS MANGLARES

Nací en los manglares de Birmania. Nos escondíamos del marabú, que se abalanzaba a menudo sobre nuestros pequeños. Por ello, la colonia decidió emigrar. Era a finales de primavera. Yo había estado enfermo y no me sentía con fuerzas para seguir al grupo en un viaje sin un destino claro. Me prometieron esperar en la costa oeste de la India hasta que estuviera completamente recuperado y pudiera reunirme con todos.

Así que en el mes de julio partí hacia Mumbai. Por dos semanas volé sin descanso, pero cuando llegué ya todos se habían ido. En pos de los míos, marché entonces hacia el norte, según me indicaron las garzas. Atravesé el Gran Desierto de Thar y la tierra de los pashtunes; divisé a lo lejos las cimas del Kirguistán; sobrevolé el Mar Caspio y el Ararat divino…

Ya mediaba octubre cuando alcancé el Mar de Azov, sin rastro de la multitud rosada que perseguía. Una madrugada, en el Taganrog, el Don bajaba ya helado. No podía quedarme allí. Dolorosa y sordamente escindida, dejé atrás la península de Crimea y volé hacia latitudes más cálidas.

Crucé sobre el Mar Negro hasta el Kurdistán. Me admiraron aquellas mujeres hospitalarias, sonriendo indómitas pese al sinfín de guerras que enfrentaban. Después lloré sobre la devastación de Siria, la legendaria Siria. Y me detuve de nuevo en Palestina, donde un rabino enigmáticamente me dijo: “Tu ojo es un aleph”. Pero no soporté asomarme al otro lado del muro. Volví atrás y recalé en Mytilene. Allí un gran incendio empalideció mis alas. Tuve que huir entre los expatriados: yo solo era uno más.

Así decidí adentrarme en el azul con rumbo a poniente. En las islas Pelagias, una marea de cuerpos me hizo enfermar. Pero pasé adelante y finalmente arribé a esta costa de primavera perenne. Me atrajo la lámina rosada de una laguna, donde mis alas de fénix recobraron su vivacidad. Y después de mí fueron llegando otros. Al mirarles pude ver como un aleph el mundo entero en sus ojos: todos tenían una historia única que contar.

EL SALAR

Vengo de los salares de la puna, de la laguna Antofalla. Un día comenzó a sentirse un rumor lejano de máquinas que provenía de la vecina Jujuy. Con el tiempo, iba oyéndose cada vez más cerca, hasta convertirse en un estruendo sin interrupción. Mi colonia parecía haber ensordecido, permanecían impasibles, sonámbulos, pero yo me sentía enloquecer y decidí buscar un lugar mejor para vivir.

Quise probar suerte en los llanos de Moxos, de cuya hospitalidad había oído hablar a nuestros parientes que llegaban del norte. Allí encontré una multitud enajenada de variadas especies, hacinados de manera espantosa unos sobre otros. Pregunté quiénes eran, cómo habían llegado a aquel lugar, pero solo contestaban en un crotoreo mecánico: “Se comieron a Uyuni, se comieron a Uyuni…” Salí de aquel escenario de locos.

Descendí el Mamoré hasta llegar al río Madeira, y siguiendo su curso me adentré en la región del Amazonas. En tanta inmensidad hallaría algún rincón de paz para mí. De vez en cuando me cruzaba con algún otro prófugo solitario y me contaba su historia: “Se comieron a Malinowski, se comieron a Sambingo, se comieron a Canaima, se comieron a Inírida, se comieron a Roraima…” Siempre era la misma angustiosa historia.
El idílico Amazonas parecía plagado de insaciables monstruos sin juicio. Por las noches, entre los innumerables sonidos de la selva, se distinguía el llanto de unos hombres puros, y eso me resultaba aun más aterrador. Marqué un rumbo fijo hacia el norte, hasta salir de aquel laberinto siniestro.

Sobrevolé los nevados y ante mí se abrió el Maracaibo. El clima era cálido, pero los habitantes del lago me recibieron con frialdad. Aun así, decidí quedarme para recuperar fuerzas. En esos días conocí a un viejo fueguino que tomó por costumbre aturdirme con una cháchara continua. Le consentía, porque con ello me ayudaba a pensar en otras cosas, y acabé por tomarle afecto: ¿Viste, pibe? Allá en la loma del orto donde nació este viejo siempre andábamos helados… Pibe, no me digás que no leíste al grande de Borges… ¡Qué bárbaro! ¡Pero si vos tenés en la pupila el aleph de Borges…! ¡Ey, pibe, te metiste en un balurdo re piola… Pero un día el viejo fueguino se fue apagando, hasta dejarme solo de nuevo entre aquella multitud desafecta.

Al fin tomé la determinación de dar el salto. Lo llamaban “el charco”, qué gracia. Bordeé el continente, por Paramaribo hasta Cayena, y desde allí me lancé a un vuelo de cuatro semanas. Recalé en unas islas que llaman “afortunadas”, pasé a este continente de dimensiones más amables, descarté las primeras marismas, que se me antojaron superfluas, y me acerqué a un fatigado mar interior. Muy cerca de la costa, una pequeña laguna rosada me hizo sentir en paz por primera vez en mucho tiempo. Por eso sigo aquí, aunque de vez en cuando caigo en el vértigo del aleph al mirarme en los ojos de los recién llegados.

EL DELTA

Cuando volé por primera vez, aun no podía hacerlo. Suena extraño, lo sé. Mis recuerdos de entonces son muy vagos. Todo era gris. No recuerdo el embalse donde nací. No recuerdo a mi colonia. No recuerdo a mis padres. Mi recuerdo solo es el gris. Nos dijeron que cuando la presa se quedó vacía, nos abandonaron allí a nuestra suerte, que no podían llevarnos con ellos siendo tan pequeños, que nos habían encontrado al borde de la muerte, y que por eso volamos. Uno no puede volar cuando es gris, solo cuando ya se ha puesto rosa. Pero nosotros, centenares de nosotros, con todo nuestro gris volamos desde Kimberley hasta Botsuana.
Esto me lo contaron en el delta Kavango algunos un poco mayores que yo. Yo solo era un pichón de pocos días cuando salí de Sudáfrica. En el Kavango crecimos con un sentimiento tozudo de desarraigo, aunque ajenos a las amenazas que nos rodeaban, aprendiendo a filtrar las algas y el delicioso camarón por las estrías del delta. Los furtivos no nos preocupaban: no les interesábamos, solo teníamos que cuidarnos de las estampidas del elefante y del rinoceronte negro. Pero un día unas máquinas brutales hicieron temblar la tierra. Otro día supimos que en el desierto oeste perforaban pozos negros. Al otro, que la corriente del norte traía peces muertos…

Como nada nos ataba a aquel sitio, optamos por emigrar. Yo me dirigí al este. Con la perspectiva que da el vuelo, comprendí la gran herida que parte de norte a sur el continente. Por el Kariba y el Malaui, me adentré en la gran falla del Rift, bajo cuyos volcanes dormía: el Ol Doinyo y el Ngorongoro, el Ol Lokwe y el Namarunu… hasta que di con mis plumas en el lago Turkana. Pero no me quise quedar mucho tiempo en la región, porque la vida allí era solo otra mercancía.

Fue aun peor lo que encontré más adelante, donde choca la nación más antigua con la más nueva del mundo, donde toda tribu es enemiga, donde el apátrida es moneda de cambio, donde el Nilo blanco y el Nilo azul se buscan y no se encuentran todavía.
Me concentré entonces en seguir el río: Wadi Halfa, Abu Simbel, lago Nasser, Asuán, Edfur, Luxor, Fayún, El Cairo… y finalmente, de un modo fascinante, el río se fue abriendo hacia el mar. Ya en Alejandría, por un aleph supe que, pese a mi largo periplo, casi no había visto nada del mundo, y que la Tierra alberga aun algunos lugares plácidos. Entonces seguí el camino del Sol: días y días llevé el mar en el ala derecha, y en el ala izquierda una tierra árida y sufriente, hasta que llegué a la Mar Chica de Nador. El aleph me había despertado la sed de otros continentes. Hice un alto allí hasta el verano y retomé luego mi viaje. Desde las sombras del Gurugú, miles envidiaron mis alas cuando crucé la alambrada.

Demétria d’Alcanyiç

Ave migratoria

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