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¿Por qué Foucault se estudia tanto en la academia?

Sábado.6 de abril de 2013 732 visitas - 1 comentario(s)
John Zerzan #TITRE

En 1985, el sida se llevó a la influencia más ampliamente conocida del posmodernismo, Michel Foucault. Llamado a veces "el filósofo de la muerte del hombre" y considerado por muchos como el mayor de los discípulos modernos de Nietzsche, sus amplios estudios históricos (por ejemplo, sobre la locura, las practicas penales o la sexualidad), lo hicieron bien conocido, aparte de que éstos por sí mismos sugieren diferencias entre Foucault y el relativamente más abstracto y ahistórico Derrida. Como hemos dicho, el estructuralismo había devaluado con energía al individuo a partir de fundamentos mayormente lingüísticos, en tanto que Foucault caracterizaba al "hombre (como) sólo una invención reciente, una forma que no ha cumplido aún los doscientos años, un simple pliegue de nuestro conocimiento que pronto desaparecerá". Su énfasis está puesto en la explicación del "hombre" como aquello que se representa y se produce como un objeto, específicamente como una invención implícita de las modernas ciencias humanas. A pesar de su estilo personal, las obras de Foucault se hicieron mucho más populares que las de Horkheimer y Adorno (por ejemplo, la Dialéctica de la Ilustración) o las de Erving Goffman[1], en la misma línea de descubrir el programa secreto de la racionalidad burguesa. Foucault señaló que fueron las tácticas "individualizadoras" puestas en juego por las instituciones clave a comienzos del siglo XIX (la familia, el trabajo, la medicina, la psiquiatría, la educación), con sus roles disciplinarios y normalizadores dentro de la modernidad capitalista emergente, las que crearon al "individuo" por y para el orden dominante.

Típicamente posmodernista, Foucault rechaza el pensamiento originario y la noción de que hay una "realidad" detrás o por debajo del discurso prevaleciente de una época. Además, el sujeto es una ilusión creada esencialmente por el discurso, un "yo" contituido más allá de los usos lingüísticos imperantes. Y así, ofrece sus detalladas narraciones históricas, llamadas "arqueologías" del saber, en lugar de concepciones teóricas, como si ellas no llevaran consigo ninguna ideología o supuestos filosóficos. Para Foucault no hay fundamentos de lo social que puedan ser aprehendidos más allá del contexto de los variados períodos, o epistemes, como los denomina; los fundamentos cambian de una episteme a otra. El discurso dominante, que constituye a sus sujetos, aparentemente se da forma a sí mismo; es éste un planteamiento bastante inútil para la historia, que resulta sobre todo del hecho de que Foucault no hace referencia alguna a los grupos sociales, sino que se centra por completo en sistemas de pensamiento. Otro problema surge de su concepción de que la episteme de una época no puede ser conocida por aquellos que actúan dentro de ella. Si la conciencia es precisamente la que, según el propio Foucault, no logra ser consciente de su relativismo, o saber lo que podría tener en común con epistemes precedentes, entonces la propia conciencia elevada y abarcadora de Foucault resulta imposible. Esta dificultad es reconocida al final de La arqueología del saber (1972), pero permanece sin respuesta, como un problema inocultable y obvio.

El dilema del posmodernismo es este: ¿cómo es posible afirmar la categoría y validez de sus enfoques teóricos, si no se admiten ni la verdad ni los fundamentos del conocimiento? Si eliminamos la posibilidad de fundamentos o modelos racionales, ¿sobre qué base podemos operar? ¿Cómo podemos entender qué clase de sociedad es aquella a la que nos oponemos y, menos aún, llegar a compartir semejante entendimiento? La insistencia de Foucault en el perpectivismo nietzscheano nos traslada al pluralismo irreductible de la interpretación. Sin embargo, Foucault relativizó el conocimiento y la verdad sólo en cuanto estas nociones se vinculan a sistemas de pensamiento distintos a los suyos. Cuando se lo presionaba sobre este punto, admitía que era incapaz de justificar racionalmente sus propias opciones. De tal modo, el liberal Habermas declara que los pensadores modernos como Foucault, Deleuze o Lyotard son "neoconservadores", al no ofrecer ninguna argumentación coherente para orientarnos en una dirección social antes que en otra. La adopción posmodernista del relativismo (o "pluralismo") significa también que no hay nada que pueda impedir la perspectiva de que una tendencia social reclame el derecho a imponerse sobre otra, ante la imposibilidad de determinar los modelos.

El tema del poder, de hecho, fue central para Foucault y los modos en que lo trató son reveladores. Escribió sobre las instituciones significativas de la sociedad moderna como unidas por una intencionalidad de control, un "continuum carcelario" que expresa la lógica final del capitalismo, de la cual no hay escape. Pero el poder en sí mismo, determinó, es una red o campo de relaciones donde los sujetos son constituidos como los productos y los agentes de aquél. Todo participa así del poder, y de tal forma nada se obtiene intentando descubrir un poder opresivo, "fundamental", para luchar en contra de él. El poder moderno es insidioso y "viene de todas partes". Como Dios, está en todos los sitios y en ninguno a la vez.

Foucault no encuentra ninguna playa debajo de los adoquines, ningún orden "natural" en absoluto. Sólo existe la certeza de regímenes de poder sucesivos, a cada uno de los cuales se debe resistir de algún modo. Pero la aversión típicamente posmodernista de Foucault a la entera noción de sujeto humano hace muy difícil ver de dónde podría provenir esa resistencia, no obstante su concepción de que no hay resistencia al poder que no sea una variante del poder mismo. Respecto al último punto, Foucault alcanzó un callejón sin salida adicional, al considerar la relación del poder con el conocimiento. Llegó a verlos como inextricable y ubicuamente ligados, implicándose directamente el uno al otro. Las dificultades para seguir diciendo algo sustancial a la luz de esta interrelación hizo que renunciara a la larga a una teoría del poder. El determinismo implícito significó, en primer lugar, que su compromiso político se hiciera cada vez más superficial. No resulta difícil entender por qué el foucaltismo fue enormemente promovido por los medios, mientras que el situacionismo, por ejemplo, era ignorado.

Castoriadis se refirió una vez a las ideas de Foucault sobre el poder y la oposición a éste, como "Resistid si eso os divierte, pero sin una estrategia, porque entonces ya no seréis más proletarios, sino poder". El propio activismo de Foucault ha intentado encarnar el sueño empirista de una teoría -y una ideología- libre de teoría, la del "intelectual específico" que participa en luchas limitadas, particulares. Esta táctica considera a la teoría sólo en su uso concreto, como un maletín de herramientas ad hoc para campañas específicas. Sin embargo, a despecho de sus buenas intenciones, la circunscripción de la teoría a una serie de "herramientas" inconexas y perecederas no sólo rechaza una concepción general explícita de la sociedad, sino que también acepta la división general del trabajo que está en el corazón de la alienación y la dominación. El deseo de respetar las diferencias, el saber particular y demás rechaza la sobrevaluada tendencia totalitaria y reductiva de la teoría, pero sólo para aceptar la atomización del capitalismo avanzado con su fragmentación de la vida en las estrechas especialidades que son el ámbito de tantos expertos. Si "estamos atrapados entre la arrogancia de analizar el todo y la timidez de inspeccionar sus partes", como señalara adecuadamente Rebecca Comay, ¿de qué modo la segunda alternativa (la de Foucault) representa un avance sobre el reformismo liberal en general? Esta parece ser una cuestión especialmente pertinente cuando se recuerda hasta qué punto la empresa total de Foucault estuvo orientada a desengañarnos de las ilusiones de los reformadores humanistas a lo largo de la historia. De hecho, el "intelectual específico" viene a ser un intelectual más experto, un intelectual más liberal que ataca problemas específicos antes que la raíz de éstos. Y al contemplar el contenido de su activismo, que se desarrolló principalmente en el campo de la reforma penal, la orientación es casi demasiado tibia como para calificarla incluso de liberal. En los años 80, Foucault "intentó reunir, bajo la égida de su cátedra del Colegio de Francia, a historiadores, abogados, jueces, psiquíatras y médicos relacionados con la ley y el castigo", de acuerdo con Keith Gandal. A todos los policías. "El trabajo que hice sobre la relatividad histórica de la forma prisión", dijo Foucault, "fue una incitación para tratar de pensar en otras formas de castigo". Obviamente, aceptaba la legitimidad de esta sociedad y la del castigo; no más sorprendente fue su descalificación final de los anarquistas como seres infantiles por sus esperanzas en el futuro y su fe en las posibilidades humanas.

John Zerzan

1-Erving Goffman (1922-1982), sociólogo y antropólogo canadiense, autor, entre otras obras, de Forms of Talk, Gender Advertisements, Presentation of Self in Everyday Life y Asylums: Essays on the Social Situation of Mental Patients and Other Inmates.

Fragmento del Ensayo La catásfrofe del posmodernismo
(el título del artículo no es el original) 

Fuente: http://noticiasyanarquia.blogspot.c...

  • ¿Por qué Foucault se estudia tanto en la academia?

    8 de abril de 2013 12:28, por Dolmen

    Hoy, por primera vez desde hace más de dos siglos, no existe en Occidente un pensamiento radical actualizado, que sea algo más que una cansina repetición de antiguallas y que alcance a sectores minoritarios pero significativos de la población.

    En la formación de dicho escenario, una responsabilidad de primer orden
    corresponde a la obra de M. Foucault. En los años setenta, ochenta y
    noventa del siglo xx ningún radical que se preciase, ningún marxista bien
    instruido en “la ciencia de la revolución” y casi ningún libertario deseoso
    de paladear “lo nuevo” y estar a la última moda intelectual dejó de leer y
    releer con fascinación los textos de este alto funcionario del Estado francés autopresentado como la quintaesencia misma de la subversión absoluta.

    De apenas nada sirvió que se publicase alguna obra que consideraba
    con escepticismo sus textos, como Foucault ou le nihilisme de la chaire de
    J.-G. Merquior, pues, como es sabido, la voluntad de creer del izquierdista
    medio, su fe en que cualquier discurso que incluya aquí y allá algunas
    frases contra el capital, son dignas de absoluta credulidad (en particular
    si están expuestas con una verborrea ininteligible); siempre han estado
    muy por encima del imprescindible análisis escéptico de los productos
    intelectuales, pretendidamente “subversivos”, que el mercado de las ideas
    oferta. Que Foucault fuera un alto funcionario del Estado, en su sección aleccionadora (desde 1969 miembro de uno de los cuerpos más selectos de aquélla, el Collège de France), tampoco desalentó, ya digo, a los sempiternamente necesitados de santones y profetas.

    Hemos tenido que esperar a que J.-M. Mandosio publicase La longevidad
    de una impostura: Michel Foucault155, para que se conozca la estafa
    intelectual urdida por aquél. Claro que Foucault lo que hace es poco más
    que actualizar el pensamiento de Nietzsche, gurú que sigue inamovible
    en la hornacina principal del panteón del radicalismo de pega europeo.
    Mandosio pone en evidencia lo obvio, que Foucault es un muñidor de los
    lugares comunes del pensamiento institucional, a los que altera formalmente para que sean más fácilmente consumidos por un público fideísta que se tiene por ultracrítico cuando es sólo neorreaccionario. Nada hay en su obra de novedoso, ni mucho menos de antisistema; por el contrario, sus formulaciones tienen como meta la recuperación de los distanciados de las instituciones, la reafirmación de los fundamentos del orden constituido y el alentar la autodestrucción intelectual (también física, con su “comprensión” hacia las drogas) de los descontentos por medio de los apropiados sistemas de teorías. Incluye también Mandosio referencias al miserable arribismo del alto funcionario Foucault que, como es lógico,
    deseaba llegar a lo más elevado en su carrera profesional.

    Pero, con todo, aquél no penetra lo suficiente, se queda, a menudo, en
    una crítica fácil y literaria, más brillante que profunda. Hay dos defectos
    principales, que conviene señalar, uno es que no sitúa la obra de Foucault
    en el contexto de su época; el otro que no profundiza hasta presentar al
    aparato académico como la causa última de lo denunciado; de donde deberían extraerse las consecuencias pertinentes: que el mundo universitario y profesoral tiene que ser considerado como principal blanco de ataque de una revolución democrática realizadora de la libertad. El primer defecto impide que Mandosio inserte la obra del alto funcionario en lo que fueron los años sesenta y setenta, un tiempo para la renovación más efectiva de las formas de dominación del capitalismo y del Estado, lo que se hizo principalmente a través de la ideología izquierdista y progresista, de donde ha salido un orden de dominio remozado, mucho más potente, el actual.

    Foucault, sencillamente, desempeñó con eficacia la misión asignada por el
    Estado: renovar las formas de conciencia social en un segmento específico
    de la población, muy influyente por su capacidad de divulgación, para
    que el capitalismo pudiera dar el salto a una forma superior de existencia.
    Es en esa estrategia en la que su obra encuentra su sentido. Ésta no puede considerarse como un mero dislate personal, o como solamente el quehacer de un arribista dispuesto a medrar con el engaño. No, él cumplió
    con su deber en tanto que pedantócrata, como hicieron otros muchos
    radicales académicos de los años sesenta, setenta y ochenta del siglo xx.
    Es la tragedia de ese tiempo: de las formas tenidas por más subversivas del pensamiento supuestamente revolucionario ha resultado el orden social
    más reaccionario y más estable de la historia, y los oprimidos más dóciles,
    lastimeros, cobardes, insociables, zafios, egocéntricos e ininteligentes de
    los que se tiene conocimiento, en todo equiparables al populacho romano.
    Ello, por lo demás, ya está inserto en la esencia del marxismo, cuya
    meta verdadera no es la revolución proletaria sino la instauración de un
    capitalismo perfecto, y mientras no se rompa con sus categorías fundamentales, que son las de toda la izquierda e izquierda radical, nada positivo puede esperarse.

    Hay una tercera cuestión que también se le escapa a Mandosio, la cual
    nos permite comprender qué sucedía con los lectores de Foucault, tan numerosos como “ultrasubversivos”. Si éste estaba para engañar, sus devotos no esperaban otra cosa que ser engañados, para así imaginarse que el supercapitalismo que estaban ayudando a construir con su retórica ultraizquierdista era no se sabe qué pasmosa y única revolución, la más grande y extrema de la historia. Y en efecto, lo era, pues se trataba de realizar un capítulo más, ¿quizá ya el último?, de la gran revolución liberal, incomparablemente superior, por cierto, a otras de semejante catadura y contenido, como la revolución nacionalsocialista o, entre nosotros, la revolución nacional-sindicalista. Pero si se trata de revoluciones positivas, el camino a seguir es justamente el opuesto al preconizado por Foucault, sus maestros y sus patéticos epígonos y devotos. En el presente, cuando debido en buena medida a los académicos-funcionarios, profetas de la “subversión total”, tenemos un orden estatal-capitalista perfecto y unas clases populares desoladoramente imperfectas, lo menos que se ha de hacer es someter a crítica ese periodo histórico, que es nuestra historia más inmediata y próxima, un ayer del cual brota el espeluznante hoy que padecemos.

    Extracto de LA DEMOCRACIA Y EL TRIUNFO DEL ESTADO (Félix Rodrigo Mora)