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Aportaciones al debate noviolencia/lucha armada

Lunes.27 de febrero de 2006 1807 visitas - 1 comentario(s)
Tortuga Polémica #TITRE

A PROPÓSITO DEL DEBATE VIOLENCIA/NOVIOLENCIA

Algunas notas biográficas de Etty Hillesum, para situar el texto que viene a continuación:

-  Judía holandesa; doctora en derecho y aspirante a escritora.

-  Sufrió la ocupación nazi de Holanda; colaboró voluntariamente en el campo de tránsito de Westerbork para ayudar a la gente que enviaban a ‘trabajar a Polonia’; más tarde ella misma fue deportada a Auschwitz donde desapareció en Noviembre de 1943, con 29 años.

-  En los últimos 2 años empezó a escribir su diario que no ha visto la luz hasta 40 años después. Aunque era atea (sus padres no la educaron en el judaísmo), en ese período tuvo una evolución interior muy potente que le llevó a descubrir su fe en Dios.


“Este odio no nos conducirá a nada, Klass (un amigo); la realidad es muy diferente de lo que nosotros queremos ver con nuestros esquemas preconcebidos. Hay, por ejemplo, en el campo un miembro de la administración. Siente hacia nuestros perseguidores un odio que supongo fundamentado.

Pero él mismo es un verdugo. Sería un comandante ejemplar de un campo de concentración. Un hombre se ahorcó en la enfermería del campo: ‘habrá que pensar en tacharlo del fichero... ¡listo!’. Al verle moverse entre la gente, con la cabeza alta, la mirada dominante, la pipa en la boca, siempre pensaba para mí: lo único que le falta es un látigo en la mano; le iría perfecto. Sin embargo, no lo detestaba; me interesaba demasiado. Bien mirado, tenía en su boca un pliegue insatisfecho, profundamente desgraciado. Te das cuenta, Klass?: desbordaba odio hacia los que podríamos llamar nuestros verdugos, pero él mismo hubiera sido un perfecto verdugo, un perseguidor modélico. Pero a pesar de todo me daba pena. Más tarde, uno de sus colegas, me dio algunos detalles sobre él. En mayo del 40 se tiró de un tercer piso, sin llegar a matarse. Poco después, se arrojó delante de un coche también sin éxito. Entonces pasó algunos meses en un centro psiquiátrico. Era el miedo, nada más que el miedo. Un jurista tan brillante como sutil, siempre con la última palabra en los debates académicos, pero que, en el momento de la verdad, muerto de miedo, se tira por la ventana. También me dijeron que, en su casa, su mujer tenía que ir de puntillas porque él no soportaba el más mínimo ruido, y que tronaba enfurecido contra sus hijos, a los que tenía aterrorizados. Me inspira una compasión profunda, muy profunda. ¿Qué vida era aquella?

Lo que quisiera decirte, Klass, es que tenemos tanto que cambiar en nosotros que ni siquiera deberíamos preocuparnos de odiar a los llamados enemigos. Ya somos bastante enemigos los unos de los otros. No agoto la cuestión diciendo que entre los nuestros también hay verdugos y gente mala (¿sabría ella lo que sus hermanos judíos iban a hacer unas décadas después con los palestinos?). A decir verdad, no creo en absoluto en esa pretendida ‘maldad’. Me gustaría llegar a tocar a ese hombre en sus angustias, buscar el origen de las mismas y emprender una especie de batida sobre él, hacer que descendiera hacia su propio interior; es todo lo que podemos hacer por él en un tiempo en el que nos toca vivir.

Klass hizo un gesto de cansancio y desánimo y dijo: pero lo que quieres hacer es demasiado largo, no disponemos del tiempo necesario.

Le repliqué: pues lo que tú quieres hacer es algo que se viene intentando desde hace milenios, desde los comienzos de la humanidad. Y ¿qué me dices del resultado, si es que puedo preguntártelo?

Y le repetí una vez más, con mi pasión de siempre (a pesar de que ya empezaba a sentirme molesta a fuerza de llegar siempre a las mismas conclusiones): es la única solución, la única, Klass, no veo otra salida: que cada uno de nosotros se vuelva sobre sí mismo y extirpe y aniquile dentro de sí todo lo que cree que debe aniquilar en los demás. Y que nos convenzamos de que el más mínimo átomo de odio que añadimos a este mundo nos lo hace más inhóspito de lo que ya es.

Y Klass, el viejo partisano, el veterano de la lucha de clases, dijo entonces, entre asombrado y consternado: pero... ¡pero eso sería una vuelta al cristianismo!. Y yo, divertida al verle en semejante aprieto, proseguí sin inmutarme: pues sí, al cristianismo, ¿por qué no?

Nuestra única obligación moral
consiste en desbrozar en nosotros grandes claros de paz
y ampliarlos poco a poco,
hasta que esa paz irradie a los demás.
Cuanta más paz haya en los seres,
tanta más habrá también en este mundo en ebullición”.


Más aportaciones de Plácido al debate Noviolencia/Lucha Armada

Debate en Tortuga sobre la disyuntiva Noviolencia/Lucha Armada en el caso de Colombia

  • Otra aportación al debate de la noviolencia

    18 de marzo de 2006 19:00, por Crates O.

    La "crónica del manicomio" de Fernando Colina, de hoy sabado 18 de Marzo, tiene interés para este debate, hasta donde llegan mis luces.

    ENSEÑAR

    ENTRE las tareas reconocidas por su imposibilidad de llevarse a cabo destaca la de enseñar. La enseñanza es un camino de comienzos muy nítidos pero que poco a poco, según avanza, se va llenando de obstáculos. Según Barthes, el proceso de enseñar recorre tres edades bien diferenciadas: hay una edad en la que se enseña lo que se sabe, otra lo que no se sabe, y una última cuya finalidad es desaprender lo conocido. Al menos, este es el trayecto que defiende un magisterio superior, con vocación de escapar de los dogmas y pensar en lo distinto.

    Sin embargo, el curso de estas tres edades despierta muchas resistencias entre los protagonistas del encuentro educativo, pues tanto desconcierta al maestro como paraliza al discípulo. El primer paso no ofrece dificultades y es aceptado por ambos agentes de inmediato. Trasmitir los saberes, dar a conocer a otro los conocimientos que se dominan, es lo más sencillo de la operación y, en principio, todos lo aceptan de buen grado. El segundo paso, en cambio, ya es más delicado. Pues enseñar lo que no se conoce es lo mismo que enseñar a preguntar, a descorrer los vacíos del pensamiento, a abrir los espacios desconocidos. Y hay que dominar mucho una materia para ser capaz de seguir haciendo preguntas con suficiente continuidad. Pues los saberes, siempre condicionados por una lógica de la pereza y la comodidad, tienden pronto al colapso y a darse por cerrados. Enseguida se sienten completos y se vuelven repetitivos, crédulos y entregados a la vocación de proselitismo, que es el modo más habitual de empezar a darles por perdidos. La presencia de seguidores, pese a lo que se piense, no ayuda a la verdad sino que la pone en entredicho.

    El tercer paso es aún más complejo, pues se basa en un descontento radical que forma parte del núcleo más intolerante del método. Enseñar algo, llegados a este momento, comprende también el gesto final de poner patas arriba lo enseñado y disponer las condiciones de ser sustituido por algo nuevo. Y a este desprendimiento complementario casi nadie está dispuesto. Además, los casos en que este gesto es más completo, cuando tras una larga vida alguien intenta hacer borrón y cuenta nueva, suelen ser muy sospechosos. Desaprender es una tarea paulatina y costosa que poco tiene que ver con los cambios repentinos de las galas teóricas o de los calzones de la ideología.

    A tenor de lo dicho, se entiende que la tarea completa de enseñar se oponga como ninguna otra al padecimiento que llamamos locura, pues la locura se ha definido sabiamente como aquello que posee la capacidad de convencer. Es loco, en sentido estricto, no tanto lo que desvaría sino todo aquello que aliena en una convicción a machamartillo. En cierto modo, todo loco es un poseído por creencias que le resultan irresistibles. Frente a la locura se alza entonces, tímidamente, la capacidad de enseñar, que tiene más de un barrido de convicciones que de muestrario pedagógico de verdades.

    Pero locura es también todo lo que es capaz de acusar. Loco, en general, es quien convence pero también quien acusa. Y en este dominio la enseñanza sigue siendo el mejor tratamiento de la locura. La duda que esgrime toda pedagogía es enemiga de las convicciones y del placer de la acusación. Tras el fallecimiento repentino de su hija más querida, Freud propuso este comentario tan noble como inteligente: «Puesto que soy el más profundo de los incrédulos no tengo a nadie a quien acusar». Toda educación, que viene a ser lo mismo que toda curación, se guía por el objetivo de conseguir soportar el dolor y de mirarlo a la cara sin vestirlo de creencias y mucho menos de imputaciones.

    Ver en línea : Crónica del manicomio