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Sufrimiento y muerte en las minas y canteras de Uganda

Martes.22 de octubre de 2024 0 visitas Sin comentarios
Kamchatka. #TITRE

José Ignacio Martínez Rodríguez

Un fino y consistente chorro de agua, proveniente de una lluvia que ha madrugado, se cuela en el socavón donde Moses, un fornido joven de unos veinticinco años, trabaja. Su ropa, y también la de la mayoría de los compañeros que lo flanquean, se ha teñido del color de la arena propia del terreno, aunque las manchas también se dejan ver en el pelo, en los brazos y en las piernas. No lleva zapatos, y sus pies lucen entre enfangados y polvorientos. "Siempre he sido minero, y casi siempre me he dedicado al oro. Yo me he criado aquí, así que lo hago desde que era un niño", explica. Habla sentado sobre una pirámide de tierra blanda de las muchas que hay amontonadas en un yacimiento aurífero situado entre las montañas de una provincia del este de su país, Uganda, una nación del África oriental que cuenta con unos 45 millones de habitantes.
El yacimiento aurífero consta de unos cuarenta socavones, algunos todavía sin explorar / José Ignacio Martínez Rodríguez

"En esta mina trabajan unas trescientas personas. Empezamos a excavar hace unos dos meses. Nuestra región está repleta de áreas que tienen oro", afirma Sylver Muhwezi, un hombre de 60 años que se presenta como el jefe del yacimiento y que pide que no se publique su ubicación exacta. Esta mina, como la mayoría de la zona, es ilegal. Ni hay una licencia de explotación ni tampoco los trabajadores han firmado algún tipo de contrato que los proteja. Muhwezi señala una hilera compuesta por unos cuarenta socavones donde los mineros cavan para encontrar oro. Unos todavía están a medio perforar, pero otros ya se encuentran a pleno rendimiento y el trajín de cajas repletas de arena resulta constante. "De cada agujero podemos sacar una media de cincuenta gramos. Y, por cada gramo, nos pueden pagar alrededor de 200.000 chelines (unos 47 euros)", prosigue.

Muhwezi responde a las preguntas con respuestas cortas y concretas. Afirma que paga a sus mineros 300.000 chelines (alrededor de 70 euros mensuales), un sueldo de miseria en línea con los dígitos de pobreza en el país: unos 18 millones de personas deben vivir con menos de dos euros al día, según las cifras del Banco Mundial. El dueño de la tierra le cobra medio millón de chelines (algo más de 117 euros) por permitirles la explotación y aunque asegura que se toman las medidas de seguridad oportunas, cuesta ver en el yacimiento a un solo trabajador con casco o con un calzado apropiado. Muhwezi emplea a menores de edad, pese a que la vigente Ley del Niño, aprobada en 2016, prohíbe la realización de oficios pesados a chavales que no hayan cumplido todavía los 18 años. "Los que vienen aquí a trabajar no han ido nunca al colegio. No pueden hacer otra cosa", justifica.

¿Cuánto tiempo vais a estar cavando en estas minas?

"Sobre un mes. Después, buscaremos otro yacimiento".

El gobierno ugandés anunció hace algo más de un año que había descubierto 320.000 toneladas de oro puro. ¿Qué hay de eso? ¿Ha supuesto algún beneficio?

"Nosotros seguimos trabajando en el mismo lugar que antes y no hemos encontrado ninguna diferencia. Ni digo que sea mentira, pero… Lo cierto es que no necesitamos anuncios; lo que queremos de verdad es mercado, compradores".

Los mineros cobran 300.000 chelines (alrededor de 70 euros mensuales), un sueldo de miseria en línea con los dígitos de pobreza en el país: unos 18 millones de personas deben vivir con menos de dos euros al día

UN NEGOCIO LUCRATIVO Y PELIGROSO

La nueva fiebre del oro empezó a desatarse en Uganda hace algo más de un año y medio, en junio de 2022. Entonces, el gobierno informó que había realizado estudios de exploración durante los dos últimos años, y que habían dado como resultado el descubrimiento de 31 millones de toneladas de roca enriquecida de oro, de la que podrían extraerse unas 320.000 toneladas puras del mineral. Solomon Muyita, portavoz del Ministerio de Energía y Desarrollo Mineral, afirmó que la mayoría de los depósitos fueron encontrados en Karamoja, una zona árida y extensa situada cerca de la frontera con Kenia, en el extremo noreste del país, aunque también dijo que había nuevos grandes yacimientos en otras áreas. El anuncio tuvo lugar solo unos meses después que el parlamento promulgara una nueva ley de minería por la cual se aprobaba la creación de una empresa minera estatal que adquiriría obligatoriamente el 15% de cada operación que se efectuara en la nación.

"Una cosa es lo que diga el gobierno y sus agencias, que son responsables de esos datos, y otra la verdad… Yo no soy ningún político, pero si me preguntan mi opinión, creo que es muy difícil de creer que en este país haya tanta cantidad de oro. Pienso que dijeron eso para atraer inversores", afirma al respecto el A. Muwanga, profesor asociado del Departamento de Geología y Estudios Petroleros de la Universidad de Makerere, en Kampala, la de más alto ranking nacional según su desempeño en investigación en Geología y la vigesimoséptima del continente. Muwanga habla en su despacho del centro universitario mientras coge un mapa de la estantería, lo desenrolla sobre su escritorio y señala con el dedo diversas localizaciones de oro. Dice: "La mayoría de las minas son ilegales. Hay cientos. Cuando se sospecha que hay oro, la gente compra la tierra y la explota. Todo sin licencia; es un negocio muy lucrativo".

El oro ha tenido un peso vital en la economía ugandesa en los últimos años. En 2018 superó por primera vez al café como principal exportación y en 2021 se aupó por encima de los 1.000 millones de dólares. Y ahora, pese a que esa cifra se vio drásticamente rebajada hasta los 300 millones en 2022 por las sanciones estadounidenses a African Gold Refinery, la compañía del belga Alain Goetz muy activa en el país, acusado de contrabando de metales procedentes de zonas de conflicto de la República Democrática del Congo, el Banco de Uganda anunció el pasado mayo que las exportaciones de oro crecieron en 2023 hasta los 2.300, récord absoluto. "El problema aquí es la burocracia. Hay cuatro categorías de licencias dependiente de la longitud del área, de los materiales que vayas a usar, de si vas a buscar o ya a explotarlo… Pero los procesos se eternizan", explica Muwanga.

El profesor dice también que trabajar en los pozos de oro ilegales es un oficio peligroso. "Siempre muere gente, sobre todo en periodos de lluvia", afirma. Los casos de fallecimientos en los últimos años son numerosos y dispersos por toda la geografía ugandesa e incluso africana. En agosto de 2022, cinco mineros murieron sepultados en el distrito de Amudat, en el este de Uganda, cerca de la frontera con Kenia. Autoridades locales reconocieron que no llevaban ningún equipo de protección en el momento del suceso. Unos meses después, en diciembre del mismo año, cuatro obreros perdieron la vida cuando la mina donde cavaban se hundió sobre ellos en Bihanga, en el suroeste de esta nación. El yacimiento no tenía licencia de explotación. Y en enero de 2023, 70 trabajadores fenecieron cuando el túnel en el que estaban colapsó en Mali.

"Las condiciones son muy complicadas. Las minas ilegales colapsan con mucha facilidad; se caen porque no hay medidas de seguridad, ni controles ni nada parecido", afirma la doctora ugandesa en geología Betty Nagudi. Y añade: "Si los mineros encuentran oro, cavan hasta que no hay más. Cuando son las compañías las que explotan los yacimientos no sucede así. Son responsables de los trabajadores, así que tienen que vigilar mucho todos los procesos". Nagudi ha elaborado en los últimos años algunos informes sobre posible explotación de oro y otros recursos minerales en Uganda para diferentes organismos. La doctora concluye: "Muchas empresas vienen, pero, por alguna razón, terminan rindiéndose. Quizás los beneficios no hayan sido demasiado grandes. A ver qué hay de cierto en el anuncio que hizo el gobierno. Todavía tienen que explorar la tierra, pero sería mucho oro…".

REFUGIADOS EN LA PIEDRA

Pero, si bien el oro es el mineral más codiciado para los empresarios y las grandes multinacionales extranjeras, la realidad de cientos de mineros ugandeses se encuentra lejos de este metal. "Por una parte tenemos los pozos auríferos, pero, por otra, Uganda está llena de canteras de piedras aptas para triturar, que es donde trabaja la mayoría de la gente en el sector", afirma el profesor Muwanga. El granito, el gneis, la cuarcita o la arenisca se erigen en el sustento para miles de familias y canteras de estas rocas pueden verse con frecuencia a lo largo y ancho de todo el país. Sin embargo, las condiciones de trabajo son igual de duras y los sueldos de a pie, o el dinero que consigue la gente que las trabaja de manera informal, en ocasiones no resulta suficiente ni para cubrir las necesidades más básicas y aboca a los mineros a la miseria y a una muerte lenta.

A sus 42 años, si Atim Betty llora cuando habla es porque tiene mil razones diferentes para hacerlo. Sus lágrimas se deslizan por las mejillas y allí se mezclan con las motas de sudor y polvo que se acumulan por otra ardua y calurosa jornada de trabajo. "No sé quién era la gente que nos atacó; personas altas, con algunos símbolos marcados en la frente", dice mientras dibuja en la tierra esos signos que tan bien recuerda. Betty procede de Magwi, centro de negocios y hogar en Sudán del Sur de la tribu Acoli, de la que ella forma parte. "Hace ya siete años de aquello. A mi marido le dispararon y lo mataron, pero nunca vi el cadáver. Lo sé porque me lo confirmó un hombre que lo conocía y que huyó conmigo y con mi hijo, que entonces era un bebé. Anduvimos durante dos días, llegamos a la frontera de Uganda, donde nos retuvieron dos semanas, y entonces nos trajeron aquí, al campo de refugiados de Palabek".

Palabek abrió en 2017 y ocupa una extensión de 400 kilómetros cuadrados. Según los últimos datos de ACNUR, recabados en junio de 2022, cuenta con unos 18.750 hogares para casi 70.000 personas refugiadas, la gran mayoría procedente de Sudán del Sur, un país en eterna guerra, de las que el 83% son mujeres y niños. Atim Betty fue de las primeras en llegar. Hoy habla tras una montaña de pequeños cantos que mide alrededor de un metro. Ella es minera y el yacimiento en el que trabaja se encuentra en la zona dos del asentamiento, que a su vez se divide en nueve áreas. Betty y el resto de picapedreros agolpan sus montones en el borde del camino principal, de tierra, para que los camiones que circulan por ahí, potenciales compradores, puedan divisarlos sin problemas. El modus operandi es sencillo: los más pequeños, niños que no aparentan haber cumplido todavía diez años, se adentran en los arbustos y, cuando salen, transportan en sus cabezas grandes bloques de piedra. Se los dan a los adultos, que aguardan sentados y los golpean hasta dividirlos en pequeños trozos. En ello se emplean decenas de personas. Cuando hay suficientes, los venden.

"Cuando nos trajeron ni siquiera había casas, sólo hierbas altas y arbustos. Tuvimos que construirlas nosotros. Era algo que yo nunca había hecho. Fue muy difícil", prosigue Betty. Y dice también que su hijo, que ahora tiene siete años, es un niño difícil, que lo rompe todo y no puede estarse quieto. Y que lo que recibe de ACNUR (la Agencia de la ONU para los Refugiados), 18.000 chelines algunos meses (algo más de cuatro euros y medio), o seis kilos de maíz, tres kilos de alubias y un poco de aceite para cocinar otros meses, le resulta completamente insuficiente. Por eso pasa los días en la cantera, donde atiende a este medio. Por eso pica piedra durante horas pese a que las condiciones resultan penosas. "Este trabajo es muy duro. Me duelen las manos, la espalda, el pecho… El médico me ha dicho que me encuentro muy mal, que si sigo podría morirme. Pero, ¿qué hago? No puedo hacer otra cosa”, concluye.

UNA ESPERA QUE SE ETERNIZA

"Muchas veces, los refugiados se encuentran como en una espera, sin hacer nada, incapaces de ponerse en alguna actividad comercial o económica porque aquí es muy poco lo que se puede hacer. También hay chicas de 14 o 15 años que ya son madres, y eso supone una limitación muy grande a la hora, por ejemplo, de acceder a una educación", explica Ubaldino Andrade, director en este asentamiento de Misiones Salesianas, organización que desarrolla varios proyectos educativos y sociales en el campo desde 2017, tan sólo unas semanas después de su apertura. Y añade: "Esto es una experiencia constante de supervivencia. Aquí se explota todo lo que pueda dar una entrada de dinero y mejorar la situación de las familias, aunque ello implique trabajos muy duros, como picar piedra".

Como en Palabek, mujeres y niños son mayorías en las canteras. Latwa Nancy tiene 20 años y llegó al campo hace algo más de seis años. Ella procede de Ikotos, otra población sursudanesa cerca de la frontera de Uganda, escenario de diversos enfrentamientos desde hace lustros. "Hui por la violencia, por los disparos. Llegué con mi madre. Me casé hace tres años, pero mi marido no trabaja en nada, así que tengo que venir aquí con el pequeño", dice. Y señala al bebé que la acompaña en todas las jornadas laborales en el yacimiento. Si la joven se permite descansos entre martillazo y martillazo es precisamente porque necesita amamantar a su retoño. Cuando termina de hacerlo, lo envuelve en un pareo y se lo carga de nuevo en la espalda. Después sigue picando piedra. "La vida aquí es tremendamente complicada. Este oficio me produce enormes dolores en el pecho. Se me hace difícil respirar. Y, si me caigo y me hago heridas, como esta en la pierna, no puedo parar. Da igual lo que me pase", agrega.

Cuenta Nancy que puede llenar tres contenedores de piedra al año, y que por cada uno de ellos le pagan unos 170.000 chelines (alrededor de 42 euros). Y que eso le ayuda a afrontar algunos gastos, pero no muchos. Huir de un país sumido en guerra y pobreza no le ha valido para escapar de la miseria. Si el 76% de la población en Sudán del Sur debe vivir con menos de dos euros al día, los números en Uganda, antes mencionados, tampoco son demasiado halagüeños, y mujeres como Atoo Regina, de 32 años, que pica piedra junto a Nancy y a las demás, son la cara viva de la pobreza. "Yo vivo aquí con mi madre, mis dos hermanas, mis ocho sobrinos y mis tres hijos. Vengo a trabajar a las canteras desde hace tres años. Porque, ¿qué quieren que hagamos con seis kilos de maíz? ¿Quién va a pagar las tasas escolares y los uniformes de los niños? ¿Quién va a pagar las medicinas de mi madre?", se pregunta.

UNA INFANCIA DURA

A la dificultad de acceder a una vida digna y de ejercer el derecho a la educación, se suma que Uganda no es la mejor nación para combatir el trabajo infantil. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) recoge en un informe publicado en febrero de este año que, a principios del 2022, casi el 40% de niños del país (o sea, más de seis millones de menores) trabajaba, con algunas de las regiones norteñas, donde se encuentra Palabek, liderando la estadística.

La cota más alta se alcanza entre niños de 5 a 11 años, con el 58% de ellos ejerciendo algún empleo. "Realizan una labor que es mental, física, social o moralmente peligrosa e interfiere en su escolarización, socava su potencial y merma el desarrollo de la sociedad", explica la OIT en su escrito. Poco sabe Joyce de estas estadísticas. "Me gusta el inglés y las matemáticas. Cuando crezca, quiero ser enfermera; creo que es bueno socorrer a la gente. Pero, de momento, seguiré viniendo aquí, a picar piedra para ayudar a mi madre", finaliza la niña.

Las escasas posibilidades educativas lastran el futuro de los 42.500 menores de edad que viven en Palabek. Habla de nuevo Ubaldino Andrade: "Dentro del campo, hay 19 escuelas preescolares, 14 escuelas primarias y sólo una secundaria. Además, algunos alumnos llegan a ella después de caminar muchísimo. Hay quien anda hasta 20 kilómetros sólo de ida. Además, de los 2.000 estudiantes de ese colegio, creo que sólo el 25% son muchachas. Y de ese porcentaje, muy pocas llegan a terminar su educación". Diversas menores acompañan a sus padres en las jornadas de trabajo, mayoritariamente en el campo, aunque las canteras no son una excepción. Helen Imoo, una mujer de 32 años, trabaja la piedra junto a su hijo Okin, de 16, y su hija Joyce, de 13. "Vienen a echarme una mano durante los fines de semana y también en periodos de vacaciones. La vida es muy difícil", se justifica la primera. "Me gusta ayudar. Mi madre paga el colegio, la comida… Es lo que hay que hacer", zanja la pequeña.

Fuente con buenas fotos: https://kamchatka.es/sufrimiento-y-...

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