Natalio - Tortuga
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Natalio

Domingo.25 de noviembre de 2007 778 visitas Sin comentarios
Capítulo 3º del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

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Natalio era un chaval valenciano que pasaba los veranos con sus abuelos en la antigua casona que su familia aun conservaba en Benasal. Lo conocía de antiguo, cuando todavía era un crío y por una u otra razón se pasaba en mi puesto las horas muertas de las fiestas preguntándome o contándome sus andanzas con la fantasía propia de su edad.

No es que no tuviese amigos, al contrario, a menudo lo veía corretear con un grupo de chiquillos que si para arriba que si para abajo como si temieran perderse algún secreto sacramento impartido por sorpresa en cualquiera de los tabernáculos de la fiesta, pero era evidente que le gustaba compartir conmigo a solas los momentos aquellos de reflexión, y aún de ensoñación, que procuraban aquellas celebraciones entre exceso y exceso. Así por ejemplo, a la hora de cenar, aprovechando el descanso de la orquesta, se acercaba con su bocadillo a aquella plaza iluminada y vacía y sentado junto a mí en el grueso bordillo de la acera o subidos los dos sobre la empalizada que serviría de barrera durante las corridas de la tarde nos la pasábamos charlando ingenuamente, emocionados por sabernos en un lugar que, aún no alcanzando a advertir por qué razón, nos parecía entonces misteriosamente encantado.

- ¿Tu crees en los duendes? -le preguntaba para tantearlo-
- ¿En los duendes? -me miraba perplejo-

Se quedaba un instante pensativo, como temiendo no acertar con la respuesta adecuada, hasta que se aventuraba a responder.

- Bueno, un poco sí.
- Pues me parece que hoy está la plaza repleta de ellos. -le intimidaba persuasivamente-
- ¿Cómo lo sabes? -se protegía él, aún recelando de que no estuviera tomándole el pelo maliciosamente-
- No es que lo sepa -le confiaba confidencialmente- Es que los siento. ¿No los sientes tu?

Le gustaba a Natalio su pueblo; se sentía feliz en él. Conocía ya al dedillo sus callejas y placetas; sus olores; su brisa de la mañana; sus puestas de sol desde lo alto de la muela; su camino a la ermita, sus fuentes y sus pozas; sus atajos; sus cuadras y hasta los animales que había dentro de sus cuadras. En él le vi crecer fiesta tras fiesta hasta convertirse en el muchacho de diecinueve o veinte años que ahora era y en él tuve el placer de contemplar como su innata curiosidad y su pronta disponibilidad, las mismas que de niño le acercaran a mí, le fueron ayudando a conocer primero y después a comprender los diversos resortes que componían el engranaje de las fiestas y aún de las demás facetas de la vida del pueblo. Así, hoy lo podías encontrar indistintamente encaramado sobre el camión cisterna del retén contra incendios desde el que se colocaban las guirnaldas que engalanaban las calles, desencajonando las reses para el encierro de la mañana o arbitrando en el pabellón cualquiera de los concursos que se organizaban para los más pequeños; actividades éstas y muchas otras que le granjearon rápidamente el respeto y la admiración de sus convecinos que ya lo proponían pese a su incipiente juventud para presidir la asamblea de interpeñas.

Pero mientras que Natalio crecía y descubría entusiasmado su torrente de posibilidades, contrariamente mi mundo, aquel de mercaderes y comediantes que por algún que otro impulso rastreaban perseverantes los caminos husmeando el calor de las verbenas, se fue deteriorando paulatinamente, tanto por los mercachifes que se apoderaron de él, como por el propio progreso, que lo arrinconó inmisericorde llenando hasta las cumbres de mercadonas y “todo a cien”. Consecuencia de ello fue que a los hippies que un día nos refugiamos bajo su manto dejó de apreciársenos como aquellos pacíficos inadaptados, quizás, que imbuidos de un cierto misticismo aparecíamos por los pueblos en fiesta trenzando cuero o engarzando collares y pulseras y que obsequiábamos a quien nos escuchara con intrigantes teorías sobre influencias astrales o inescrutados senderos de percepción. Ya nada era lo mismo para nosotros, nada que se pareciese a aquel sueño que vivimos por aquellos mismos caminos tan solo unos años atrás, hasta tal punto que los que aguantábamos el tirón parecíamos almas en pena deambulando por ahí como si estuviésemos huyendo de algo. Bueno, en realidad si que puede que huyésemos de algo: de un barrio gris, de un pasar los días haciendo lo mismo, de una vida enganchada al televisor... Allí, al menos, resguardados por el bullicio de la fiesta pasaban los días entre risas sin más anhelo que el que la noria no dejase de rodar.

Pero a este cambio de actitud generalizada, a esa indiferencia desconsoladora a la que inevitablemente nos tuvimos que acostumbrar, fue ajeno consideradamente Natalio que continuó brindándome su amistad sincera como el primer día no sé si prematuramente sabedor de que es precisamente en los trances amargos cuando la amistad o el propio amor se fortalecen o diluyen.

- Mañana te vienes a comer con nosotros al garito -me ordenó resuelto cuando se llegó a saludarme con sus amigos al final de la verbena- Quiero que conozcas a mi novia, que ha llegado esta noche de Valencia.

Y yo, que aunque desmerezca decirlo también tengo mi rutina y me cuesta saltarme mis costumbres, no pude contradecirle.