Los maletillas - Tortuga
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Los maletillas

Domingo.23 de marzo de 2008 1240 visitas Sin comentarios
Capítulo 12º (y último) del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

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Guiado seguramente por esa especie de instinto que todos poseemos y que se activa cada vez que somos capaces de abstraernos de nuestras absorciones mundanas y nos concedemos la oportunidad de dirigir intuitivamente nuestro destino me adentré un día por la sierra de Albacete sin sospechar en ningún momento que pudiera ser ésta, sin menoscabo de la llanura penibética o de la dehesa salmantina, uno de nuestros enclaves en los que la relación entre el hombre y el toro se manifestara más significativamente profunda. Encierros, capeas, tientas, tratas y traslados de ganado campo a través se celebraban habitualmente por toda la comarca proporcionando a los lugareños desde edad temprana la oportunidad de familiarizarse con el animal que más fielmente representa el espíritu y el temperamento de nuestro pueblo.

Yo me encontraba por aquel entonces exultante. Acababa de descubrir el universo fascinante de las fiestas y empezaba a tener la sensación de que alguna suerte de tesoro valiosísimo se encontraba custodiado en su interior por lo que acudía a cada una de ellas expectante, esperando impaciente el instante preciso en el que se me revelara algún indicio elocuente de su condición. Consideraba por aquel entonces a los rituales como naturalezas transmisoras de esencia en estado puro y me la pasaba en consecuencia de aquí para allá, intimando con el paisanaje, instruyéndome en el significado de cada ceremonia, maridando inspiración y ciencia en un intento desesperado por comprender el sentido último de la existencia.

.Acostumbraban por aquellas tierras a celebrar sus capeas en las plazas mayores de los pueblos orgullosamente provistas algunas de ellas de graderías permanentes de piedra que además de realzarlas a los ojos de los visitantes parecían simbolizar la espera impaciente de la población para con el acto primordial de todas sus actividades. Y no con vaquillas de tres al cuarto como corrientemente acontecía por casi todas partes; mansas, cuernimochas y cariacontecidas, sino con aparatosos morlacos traídos de ganaderías cercanas al gusto de la concurrencia a los que tan solo se atrevían a lancear los que por una u otra razón les iba la vida en el empeño.

Atraídos por tan especiales circunstancias acudían a dichos ofertorios toda una fraternidad de personajes de lo más variopinto salidos probablemente para la ocasión con sus mejores galas, (al puro y a la gorra, me refiero), desde las más profundas entrañas de la sierra. Distintos, digo, aunque curiosamente idénticos en su mayoría en cuanto a presumir vehementes de entender más de toros que las vacas, ¡ahí es ná!, y por cuidarse muy mucho de arrimarse a una becerra ni en pintura. Y me permito la sorna no por desprecio ni desconsideración que aún desde la barrera aportaban lo suyo estos “aficionaos” al conjunto del ceremonial, sino por diferenciarlos de algún modo de aquel otro conjunto de chavales que aparecían asimismo por las capeas aunque con un objetivo mucho más concreto, solemne y arriesgado. Los maletillas.

Parecían estos adolescentes por su aspecto fugados de alguna suerte de hospicio de la inquisición quizá debido a que la realidad familiar de cada uno de ellos no difiriera excesivamente de aquella otra. Sucios, desgreñados y desamparados; sin más equipaje que el ancestral hatillo con la muda y poco más, bien hubieran podido ser confundidos con cualquier otro vagabundo necesitado de no ser por el halo de dignidad que asombrosamente desprendían a cada paso. Su vida giraba íntegramente en torno al momento sublime de la tarde en el que, desafiando por la tremenda todo orden mundial establecido se lanzaban al abismo de la arena a demostrar a los paisanos su condición de elegidos por los dioses y el resto del día lo pasaban entretenidos por entre las atracciones y los puestecillos de la feria recibiendo el reconocimiento de unos y otros en un inequívoco “paseíllo” que solía prolongarse hasta bien entrada la noche cuando se refugiaban en algún cobertizo cercano y resguardado y donde al calor de una lumbre rememoraban pases y desplantes hasta traspasar la frontera sutil e imperceptible que separa los cosmos de lo puramente fantasioso y de lo verdaderamente onírico. Comían de lo que sacaban al pasar el capote tras la faena. Si no se arrimaban no había ná. El público en eso era exigente.

Podían hacerlo mejor o peor pero al menos el valor había que demostrarlo por lo que los días aquellos en los que salía del chiquero un toro enrevesao había que verlos.
En una de estas los conocí. Mi condición de feriante, y más aún, la de hippie facilitaron la tarea y al poco ya guardaban sus bártulos bajo mi toldo, compartíamos sustento las más de las veces y hasta nos trasladábamos juntos en mi Dyan 6 de una feria a otra. Con ellos asistí a cuantos ceremoniales taurinos se celebraron por aquel entonces en la sierra y gracias a ellos conocí entre otros “figuras” a Antonio el ganadero, el más atávico jamás imaginado, que aún trasladaba sus reses a caballo y junto al que Saturnino, el asesino de la 3ª edad al que se asemejaba hubiese parecido un simple petimetre de Mira quien baila; a su amigo Blas, el leñador, del que baste decir que conseguía con tan solo mostrarles abierta su mano derecha que huyera despavorida toda la vacada del anterior; y al Rotos, antiguo maletilla admirado por todos por haber conseguido presentarse como novillero en la plaza de Albacete y que ahora paseaba sus huesos bañados en alcohol por los festejos en busca del calor de los recuerdos y de algún dinerillo que se ganaba vendiendo cuatro chismes que le pasaban los feriantes o rifando un jamón que misteriosamente a nadie le tocaba.

Me caía bien a mí el Rotos aquel. Aprendí mucho de él. A fin de cuentas era el único de entre todos ellos que conocía el final del camino. Un día, estando comiendo bulliciosamente con unos amigos en una venta serrana próxima a Molinicos sucedió que dio comienzo el telediario de las tres con las imágenes escalofriantes de la cogida del Yiyo que lo mandó al otro barrio. Todo el mundo se quedó al momento petrificado en medio del silencio más absoluto. Todos menos el Rotos que levantándose como un resorte de la silla se quitó la camiseta y señalando de entre quince o veinte cicatrices de a palmo que le cosían el torso una que resaltaba pegada al corazón exclamó henchido de satisfacción: ¡Mira, tú, como ésta!.

El impacto que me produjo aquella imagen desgarrada del Rotos todavía no he conseguido calibrarlo en su totalidad. En primer lugar me permitió comprender el destino fatal de todos aquellos chavales atrevidos; su fin trágico e inevitable. Pero aún había más: también aquella escena me hizo comprobar el abismo insalvable que nos separaba. Un feriante me espetó en una ocasión mientras contemplábamos ensimismados el río de gente que circulaba frente a nuestras casetas: -¡qué bien se ve el mundo desde un puesto de feria! Y tenía razón. Eso era precisamente lo que había venido haciendo hasta entonces y lo que pretendí sin más cuando me subí a la noria por primera vez: observar desde atalaya tan privilegiada; observar y aprender, solo eso buscaba. Nunca llegaría a traspasar la barrera excluyente que separa la arena de la grada; la sala del proscenio; sus realidades de la mía propia porque no era ese mi objetivo.

Confundido por mis propios sentimientos fui alejándome paulatinamente de allí. Dejé que nuevos vientos me arrastraran hacia otras latitudes y que otras nuevas historias acabaran por seducirme de igual modo en aquel rodar y rodar interminable. Y pasó el tiempo. Un día leí en los periódicos que uno de aquellos chavales, José Panduro, había sido abatido a tiros junto a otros dos compañeros, en luctuoso episodio de nuestra España más negra, por el celoso capataz hijodeputa de un cortijo señorito que los pilló toreando en noche clara.

No podía acabar de otra manera mi crónica sobre la vida de aquellos maletillas fieles exponentes de nuestra España profunda, de nuestra España trágica, de nuestra España insólita, de nuestra España inclasificable que perdura. ¡Ah, si la racionalista Europa supiera de todo esto... a fe que nos metían en capilla otros cuarenta años sin inmutarse. Pero así somos y así seguiremos siendo pese a todo porque el temperamento de un pueblo, su carácter, no se extingue porque sí, ni se domestica, ni se pervierte, ni se vende. Ni se entierra, por cierto, bajo asfalto con la exigua disculpa del progreso. El temperamento de un pueblo sobrevive siempre ante cualquier adversidad y resurge en el momento inesperado para volver a poner las cosas en su sitio. Y si no, al tiempo.