La revolución pendiente. Del socialismo al ciudadanismo (y IV): La revolución socialista en el siglo XX - Tortuga
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La revolución pendiente. Del socialismo al ciudadanismo (y IV): La revolución socialista en el siglo XX

Domingo.18 de agosto de 2024 186 visitas Sin comentarios
Pablo San José Alonso, "El ladrillo de cristal", El fondo. #TITRE

Texto del libro de Pablo San José "El Ladrillo de Cristal. Estudio crítico de la sociedad occidental y de los esfuerzos para transformarla", de Editorial Revolussia.

Índice y ficha del libro

Ver también:

La revolución pendiente. Del socialismo al ciudadanismo (I): Campesinos, burgueses y proletarios

La revolución pendiente. Del socialismo al ciudadanismo (II): Socialismo y revolución en el siglo XIX

La revolución pendiente. Del socialismo al ciudadanismo (III): Anarquistas y marxistas


Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, el socialismo marxista quedó definitivamente seccionado en dos. La revolución rusa y la instauración de la URSS constituyeron la afilada navaja que pegó el tajo. A partir de ahí, los partidos y facciones de partidos socialistas con tendencias revolucionarias, en los distintos países occidentales, tendrán al nuevo estado «comunista» como referente y éste, que además es una potencia mundial, pronto los controlará, financiera y orgánicamente, impidiendo cualquier tipo de desviación ideológica con respecto a la redefinición del marxismo hecha por los bolcheviques, de carácter acabado e indubitable, que denominarán «marxismo-leninismo». La llamada «Tercera Internacional», o Komintern, completamente controlada por Moscú, será el redil donde pastorear a estas organizaciones fiduciarias del partido comunista de la URSS. Esta especie de golpe de estado dentro de las filas de los herederos del marxismo apenas tendrá contestación, y la poca que hubo, caso del trostkismo, será políticamente irrelevante, amén de ser perseguida por la nueva ortodoxia leninista.

La socialdemocracia, por su parte, contraria a esta versión autoritaria del socialismo y repudiada por la dirigencia soviética, continuará su prolongado y sostenido descenso hacia el puro reformismo burgués. No poco ayudó a ello el hecho de que, tras 1917 y la guerra, los gobiernos occidentales del binomio estado-capital tomaran mayor conciencia de la importancia de mantener a la clase obrera en una posición de lealtad, tanto en lo nacional como en lo económico, frente a instancias extranjeras. En la década de los años treinta, a pesar de la gran depresión económica que asoló Occidente, las costumbres de la clase asalariada tienden a confundirse con las de la burguesía. Incluso teniendo en cuenta la diferencia de propiedad. Los objetivos del movimiento obrero cada vez tienen menos que ver con revoluciones socialistas, incluyendo la soviética, que ya venía estando desacreditada por su autoritarismo, en plena fase dura del estalinismo. Más bien se centran en reclamar el «derecho al trabajo», esto es, el pleno empleo asalariado, y el estado paternalista de bienestar. La vía principal que se considera para obtener tales cosas es la de las urnas. No es de extrañar que cuando ni los gobiernos burgueses, ni los socialdemócratas eventualmente en el gobierno, como en el caso de Alemania, logren medidas eficaces para aminorar los efectos de la crisis entre los sectores sociales más vulnerables, estos concedan su favor a agentes políticos nuevos, de carácter carismático, ejecutivo, que también les prometen pleno empleo y estado de bienestar, con un discurso socialista-obrero y nacionalista a partes iguales. Es la clave del éxito de los fascismos, mucho más pertenecientes a la historia y tradición del socialismo y el movimiento obrero de lo que se quiere y suele reconocer. Mussolini, por ejemplo, dedicó largos años a una entregada militancia socialista, recogiendo la herencia de su padre, antes de ser quien fue.

Adelantando el reloj unas décadas, a finales de los años 60 la frontera entre socialismo y liberalismo se ha difuminado casi por completo en Occidente. El movimiento obrero participa ya irrestrictamente en el mantenimiento del capitalismo, siempre que haya crecimiento económico y una cierta redistribución de la riqueza que permita un umbral mínimo de poder adquisitivo. Los partidos socialdemócratas y los sindicatos ya no producen intelligentsia revolucionaria y sus cuadros son simples conductores de esa dinámica. El fin del viaje, hoy lo contemplamos, es el PSOE y el resto de partidos similares, descendientes bastardos y desnaturalizados del socialismo. No creo que sea necesario describir el grado de putrefacción del ideal socialista que se da en estas organizaciones que, ya sin aspiraciones realmente políticas, lo son de burócratas, trepas y corruptos.

Es en el periodo entre las dos grandes guerras cuando se materializa la escisión entre comunistas (con este término ahora se define casi exclusivamente a los sectores alineados con Moscú) y socialistas, esto es, los socialdemócratas, todavía no tan reformistas como llegarán a ser con posterioridad. El nuevo gobierno ruso aún barajaba la idea de extender la revolución a más países de Occidente y, mientras resolvía su, nada sencilla, situación interna (guerra civil contra los restos del zarismo, reajustes étnicos, redefinición de la economía, eliminación de la disidencia...) trató de conectar con los grupos socialistas de su cuerda organizados en cada país. Hemos hablado de la Tercera Internacional. Alrededor de 1920 se fundan partidos comunistas de inspiración bolchevique por doquier: Gran Bretaña, Francia, Italia, España, Grecia... El más significativo de ellos en este periodo, que no es de nueva fundación, es el Partido Comunista Alemán, una escisión del SPD que había estado liderada por Rosa Luxemburgo. Ninguno de estos partidos logró importancia hegemónica en el seno del movimiento obrero de sus países respectivos. Como venimos diciendo, la socialdemocracia estaba ganando la partida, al tiempo que la clase obrera corría con los brazos abiertos hacia la sociedad capitalista de consumo. Hay que esperar a la crisis que supuso la Segunda Guerra Mundial y a su fin (1945) para ver algún tipo de avance en el apoyo popular al comunismo en Europa. El hecho más relevante consiste en que la URSS fuera uno de los aliados vencedores de la contienda, ocasión que aprovechó para extender la «revolución», es decir, su modelo político y económico, al conjunto de estados que había invadido y ocupado durante la guerra, los cuales quedarán durante décadas sometidos a su dominio. Es la llamada «Europa del Este». Es de perogrullo señalar que la población de estos países se encontró viviendo en un sistema comunista, tutelado por una potencia extranjera, que no era fruto de revolución alguna, sino de conquista militar, y que se les había impuesto sin tan siquiera algún tipo de formalismo consultivo. No es de extrañar que hubiese cierto descontento social, que muchos de estos gobiernos hubieran de abusar gravemente de la represión sobredimensionando sus policías —caso, por ejemplo, de la Rumanía de Ceaucescu— y que las luchas populares más allá de lo laboral, y aun revoluciones de entidad, sucedidas en Europa en la segunda mitad del siglo XX, se dieran todas ellas tras el telón de acero. Hungría, Checoslovaquia y Polonia son las más importantes, sin nombrar la ola de revueltas posteriores que dieron con el muro de Berlín en tierra.

Volviendo a la Segunda Guerra Mundial, la militancia antifascista fue un buen punto de apoyo para que las organizaciones comunistas se reivindicaran. Ya la guerra civil española había llevado al PCE a la gobernación de la República. Otros partidos —el francés por ejemplo— participaron activamente en la lucha partisana contra las potencias del Eje, desempeñando un papel protagonista en algunos lugares como Italia, Grecia o los Balcanes. Todos estos partidos obtuvieron su premio tras la finalización victoriosa de la contienda. Excepto en Grecia, donde los comunistas prosoviéticos del KKE, poco apoyados por Stalin, quien antepuso otros intereses estratégicos que tenía en ese momento, sucumbieron en una guerra civil posterior contra fuerzas conservadoras. Los partidos comunistas de Italia y Francia, a diferencia del alemán, que había sido inexistente durante la guerra, lograron ser parte significativa —nunca mayoritaria— del arco parlamentario de sus países durante las siguientes décadas, convirtiéndose en la referencia del comunismo en el bloque occidental. Por su parte, los líderes partisanos prosoviéticos de Yugoslavia y Albania, Josip Broz «Tito» y Enver Hoxa respectivamente, tras lograr el éxito en la guerra por sus propios medios (con apoyo del ejército rojo en la fase final), consiguieron establecer un estado comunista en sus países que, a diferencia de lo sucedido más al norte, no se fundó por la ocupación militar de la URSS. Este hecho permitiría a ambos gobiernos poder recorrer un camino propio sin la tutela rusa más adelante. El caso que me resulta más interesante es el de la Yugoslavia de Tito, cuyo gobierno se inicia tras una aplastante victoria en unos comicios nominalmente libres. Los comunistas yugoslavos pronto se distanciaron del régimen de Stalin e implantaron un sistema político-económico, denominado «titismo» que, a diferencia del soviético, contemplaba, por ejemplo, la explotación privada libre del medio agrario (hasta un número máximo de hectáreas) o de la industria, compuesta por cooperativas de trabajadores que gestionaban directamente las fábricas y podían disfrutar íntegramente de los beneficios obtenidos con su esfuerzo. Curiosamente, esta aplicación del socialismo que, podría decirse, recuerda a las propuestas del siglo XIX, y es una interesante excepción al modelo colectivista soviético que fue norma en todos los estados del bloque marxista-leninista, ha recibido poca atención por parte de la historiografía reciente. Además de ser denostado y desmerecido por el resto de familias del comunismo. Como, por otra parte, no podía ser menos (22). He de añadir que hace unos años tuve la suerte de poder viajar por los Balcanes y me pareció notar que Tito es recordado favorablemente en todos los nuevos estados surgidos tras la desmembración de Yugoslavia. No así Enver Hoxa en Albania. Es una simple impresión, en todo caso.

El final de la Segunda Guerra Mundial es, también, el momento de la descolonización masiva en África y Asia. Los nuevos estados en ningún caso serán reflejo de las características culturales propias de cada lugar, consideradas en todas partes atrasadas y oscurantistas. Antes bien, serán los antiguos colonizadores occidentales —que en buena parte siguen siendo propietarios de los principales recursos económicos de esos territorios— quienes diseñen de arriba a abajo su sistema político y aun sus fronteras. Ello lo harán a través de una pequeña élite nativa occidentalizada, la misma que venía colaborando tradicionalmente con los ocupantes y facilitando la gobernación de la colonia. Estos antiguos criados son ahora la nueva dirigencia del país. Educados en la ideología de los amos, darán la espalda a sus respectivas sociedades tradicionales y tratarán de imitar en todo los valores occidentales dominantes. Un triste ejemplo es la desprotección en que quedan las lenguas y dialectos tradicionales en beneficio del idioma de los antiguos dominadores. Podemos decir que estamos asistiendo al nacimiento de lo que posteriormente será conocido como «globalización».

Igual que se imitan gustos y costumbres europeas o se apuesta por el modelo urbano como forma de administrar el territorio, por ejemplo, se importa también la ideología. Se fundarán universidades en las principales capitales de todos estos países de Asia, África y América Latina. En ellas, los hijos de los dirigentes políticos y económicos nacionales estudiarán las mismas materias impartidas en Europa. Conocerán perfectamente la historia y el pensamiento de Occidente y se ejercitarán, por ejemplo otra vez, en sus disciplinas deportivas o musicales, al tiempo que se mantendrán deliberadamente ignorantes —o débilmente informados— con respecto a su propia tradición cultural.

Este es el contexto que encuentra el socialismo cuando llega a estos lugares. En estos países todavía por industrializar no hay proletariado ni movimiento obrero. La gran mayoría de la población pertenece al ámbito rural y/o indígena y es ajena en un modo muy importante a los valores culturales occidentales. Si la noción de «revolución» en la Europa del siglo XIX era una idea exclusivamente propia de la intelectualidad burguesa ilustrada, muy difícil de implantar en las mentes proletarias y aun menos en las campesinas, en este otro contexto es algo completamente fuera de lugar. Ni siquiera la idea de «nación», que venía estando en juego desde décadas atrás allí donde hubo procesos de tipo independentista, era imaginada más allá de la pequeña minoría occidentalizada, a la que podríamos denominar burguesía u oligarquía local. El socialismo, pues, en estos continentes, será cosa de jóvenes estudiantes universitarios —a menudo en Europa— pertenecientes a sectores acomodados y residentes en la ciudad. La ideología de estos jóvenes socialistas estará mediatizada por el referente soviético, una realidad histórica tangible adónde mirar, pero adoptará un fuerte componente nacionalista, en no pocas ocasiones el principal, y una crítica al capitalismo de tipo antiimperialista, muy coherente con la situación de colonia económica en la que están inmersos. Cuando busquen sujetos para su revolución y comprueben que, más allá de los simpatizantes que puedan hallar en las aulas universitarias, apenas hay proletariado industrial urbano, habrán de volver sus miradas hacia el campesinado. Así los movimientos de índole revolucionaria sucedidos desde 1940 en Asia, África y América seguirán casi siempre siempre un mismo patrón: una situación previa de injusta distribución de la tierra, una coyuntura concreta de empeoramiento de las condiciones materiales del campesinado, una pequeña y voluntarista intelligentsia con formación universitaria e ideales marxista-leninistas, o al menos nacionalista-socialdemócratas, caso de la revolución cubana en sus inicios, por ejemplo (23), con capacidad de movilizar a algunos sectores del citado campesinado y, por último, una estrategia de asalto al poder de tipo bélico: la guerra de guerrillas.

Si, como decíamos, el leninismo había supuesto una importante desviación con respecto a la teoría de Marx y Engels, esta otra vuelta de tuerca que prescinde por completo de la revolución industrial y el proletariado, colocando en su lugar a masas campesinas lideradas por intelectuales urbanos y que, para la conquista del poder, emplea la guerra y no el coup d’état en el momento de coincidencia de las condiciones objetivas y subjetivas, es una desviación de la desviación. Maoísmo es su nombre, por ser China el lugar donde se aplicó fructíferamente por primera vez. El país más poblado de la tierra, ni más ni menos.

La victoria de Mao sobre las fuerzas nacionalistas de Chiang Kai-Shek en la larga guerra civil culminada tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, posibilitó la instauración de una república comunista que rápidamente imitó el sistema político-económico de la URSS (24). Tal éxito convertiría la estrategia empleada por Mao, la guerrilla apoyada en bases rurales, en un claro referente para muchas organizaciones revolucionaras en países no desarrollados industrialmente. Por desgracia, este cóctel ideológico, muy a la altura del pragmatismo de Maquiavelo, que subordina el concepto revolucionario a la guerra y a la dictadura del partido, con una valoración muy escasa de los derechos y de la propia vida humana, cuando cayó en malas manos provocó carnicerías que han pasado a la historia por su alto grado de crueldad. El caso que me resulta más estremecedor es el de los Jemeres Rojos, en Camboya. Estos jóvenes comunistas procedentes de las élites y, una vez más, formados universitariamente, cuya llegada al poder fue una consecuencia colateral de la guerra en el vecino Vietnam, fundieron la teoría marxista-leninista-maoísta anteriormente explicada, con su propia aportación: la necesidad de devolver su nación a una especie de pasado mítico en el que, entre otras cosas, no había industrias ni ciudades. La puesta en práctica, con métodos radicales (25), de este iluminismo ideológico causó en unos pocos años una mortandad casi apocaliptica. Se lee que llegó a fallecer una cuarta parte de la población; no menos de dos millones de personas. Este fue el genocidio «maoísta» de más entidad, pero no conviene olvidar otros casos en la misma línea —si bien no tan cruentos— en otros lugares. Por ejemplo, la guerrilla Sendero Luminoso en Perú.

Volvamos a Europa Occidental. Tras la Segunda Guerra Mundial se inicia un largo periodo de crecimiento, solo interrumpido, a principios de los años 70, por una crisis económica de efectos relativos y superada en alrededor de una década. La economía europea se va terciarizando, el poder adquisitivo de su población va en aumento, los avances tecnológicos posibilitan el disfrute masivo de ventajas nunca vistas antes y en los diferentes países se están implantando las políticas que se denominarán «estado de bienestar». El cambio sociológico es enorme. La división social en clases de los teóricos decimonónicos hace agua por todas partes. Aunque el trabajo asalariado es cada vez más importante proporcionalmente, la creciente capacidad de consumo de este proletariado y su acceso gratuito, o en todo caso asumible, a servicios estatales como la educación o la sanidad, provoca que su estilo de vida cada vez se asemeje más al de la pequeña burguesía, con la que va fundiéndose gradualmente hasta dar lugar a un nuevo imaginario: la ciudadanía. En este contexto, como veníamos diciendo, la socialdemocracia logra adaptarse desde el primer momento a la nueva situación. Los partidos socialdemócratas, despojados ya de cualquier objetivo revolucionario o anticapitalista, se integrarán definitivamente en los sistemas parlamentarios implantados en la mayoría de estados, asumiendo la función de ser la opción «progresista» del binomio electoral. Definitivamente subsumidos por el estado y el capitalismo, será frecuente verles en funciones de gobierno aquí y allá. Con unas décadas de retraso, algo parecido le ocurrirá al movimiento sindical.

Por su parte, los partidos comunistas poco a poco se van distanciando del patrocinador soviético. Sus integrantes y simpatizantes no dejan de estar sometidos a la tentación de beneficiarse de las ventajas materiales de la nueva sociedad de consumo —y así lo hacen, perdiendo con ello su posición crítica—. Además, legales en la mayoría de países, se habían acomodado a la poco exigente estrategia electoral. No ayudó mucho a mantener la anterior unidad de acción, la represión militar rusa de sendos movimientos populares, como la revolución húngara de 1956 y la primavera de Praga en 1968. Estos dos acontecimientos disgustaron a no pocos dirigentes y militantes comunistas europeos. En este contexto, los dos principales partidos comunistas de Europa Occidental, el italiano y el francés, junto con el PCE, a partir de 1970 definen una nueva teoría denominada «eurocomunismo». Viene a ser una especie de coartada para, siguiendo los pasos de los partidos socialdemócratas, terminar integrándose también en el paraíso europeo, cosa que se materializará dos o tres décadas más tarde, tras la desbandada que provocó el fin de la URSS. De momento, el eurocomunismo, que sigue nominalmente aspirando a superar el capitalismo, deja de tener el modelo soviético como referencia y el marxismo-leninismo como ideología. La estrategia elegida, como si no supieran ya que no funcionaba, fue la vía electoral en un sistema pluripartidista.

La rendición al proyecto liberal capitalista del grueso de las fuerzas comunistas de lo que ya se llamaba «primer mundo» y de la propia URSS, que colapsó entre 1989 y 1991, no por méritos de sus adversarios sino, como bien podría decir Marx, víctima de sus propias contradicciones, dejó tras de sí un rosario de pequeños grupos y escisiones de comunistas fieles al marxismo-leninismo. Como diría la Biblia (26), «los que no han doblado sus rodillas». Estos colectivos, socialmente intrascendentes y habitualmente enfrentados entre sí, huérfanos de referente, hubieron de poner sus ojos y esperanzas en las revoluciones del tercer mundo. La Cuba de Fidel Castro y la leyenda del Che Guevara constituyeron el imaginario principal, aunque no el único. Es así como cobra importancia el discurso «antiimperialista». Éste no era nuevo y se había utilizado en época colonial sin especiales implicaciones de tipo marxista. Pero ahora cobra un nuevo sentido ante la presión de EEUU a los pequeños estados socialistas: Cuba, Nicaragua, el Chile de Allende…, y su apoyo a la lucha contrainsurgente allí donde había guerrillas de signo marxista. Así, los comunistas europeos no estarán tan preocupados por averiguar las posibilidades de la revolución proletaria en sus países, supuestamente los más maduros para ello según la teoría del materialismo histórico, como de tratar de apoyar estas revoluciones en países lejanos. El antiimperialismo europeo, en permanente declive, ha llegado a nuestros días y se llega a traducir a veces en expresiones tan absurdas como el apoyo a la Rusia capitalista de Putin en la guerra de Siria. Algo así como: «el enemigo de mi enemigo es mi amigo».

Entre los años 60 y 70 del siglo XX, lo comentábamos en otro capítulo, se dio en el primer mundo el fenómeno de la contracultura, que enlazará años después con la llamada posmodernidad. Lo característico de esta forma de entender la realidad, como ya decía, es la de mantener una postura crítica, hipercrítica incluso, hacia los valores dominantes y la propia configuración de la sociedad occidental pero, y es dato principal, sin llegar al punto de ruptura. Es una especie de tener mala conciencia por ser burgués pero sin dar el paso para dejar de serlo. Hubo comunas libertarias o hippies, e incluso comunidades cristianas que trataron de desarrollar ingenuamente (ya que sus integrantes, la gran mayoría de las veces, no estaban educados ni preparados para ello) utopías alternativas en los confines de la sociedad, pero el grueso de este movimiento no llegó a tanto. Antes bien, se instaló en un tipo de crítica de tipo artístico o intelectual, perfectamente compatible con la misma vida consumista de sus conciudadanos. Incluso más, cuando señalaron como signos de libertad, por ejemplo, cuestiones como «la revolución sexual» y el consumo de drogas. Es en esta situación cuando se revaloriza el anarquismo, como decía en el capítulo anterior, pero también el comunismo. Quiérase o no, los pequeños gobiernos y guerrillas antiimperialistas del tercer mundo que desafiaban, no solo a la gran potencia, sino al propio modelo político occidental, constituían una buena piedra de toque de contestación y rebeldía. Así, en el marco de postureo de radicalidad que se puso de moda entre la intelectualidad progre europea de esta época, iba como anillo al dedo declararse anarquista o comunista.

Pocos de ellos se fueron a la selva a empuñar un fusil o renunciaron a su puesto de funcionario, pero sí inundaron universidades y revistas con encendidos discursos de apoyo a las causas más notorias en cada momento. El socialismo que, mal tarde y nunca, había prendido entre las masas obreras, fue ahora defendido con ahínco por estudiantes y profesores universitarios —verbigracia, la alegre fiesta juvenil de mayo del 68 en Francia— que, si estaban en la universidad y no en otra parte, era, precisamente, porque el objetivo personal de cada uno de ellos era vivir lo mejor posible dentro del sistema capitalista. A partir de este momento, y de forma creciente hasta llegar a la actualidad, la contradicción entre discurso político y forma de vida, entre teoría y práctica, será característica principal de la «izquierda» en los países ricos. La superación del capitalismo y el establecimiento de una sociedad igualitaria y libre dejarán de constituir un proyecto político, histórico, material, y tal aspiración solo existirá, como idea, en planos simbólicos.

La minoritaria proporción de ciudadanos primermundistas a quienes, de alguna forma, su conciencia no les permite sumarse sin más a la fiesta del consumo, es la que mantendrá vivo el símbolo. Herederos de la tradición socialista pero también de la liberal, en cualquier caso, su discurso hablará cada vez menos de revolución, e incluso de libertad, y cada vez más de derechos; comprendidos éstos como ventajas materiales que se espera recibir del estado. Convertidos en una nueva aristocracia obrera, no tendrán ojos para el nuevo colonialismo, la división internacional del trabajo, que financia su estilo de vida burgués. Su acción política, sin objetivos globales, se caracterizará por un activismo de compartimento estanco —los movimientos sociales— que no cuestiona el marco general y que, ni siquiera, tiene demasiado en cuenta lo que hacen sus vecinos activistas de otros movimientos parecidos. Este actuar político, de manual, atendiendo a la crítica que hacía Rosa Luxemburgo, solo pretende mejoras, concretas y parciales, dentro de un sistema que se da por válido y al que, de hecho, se legitima de esa forma. Y eso en el mejor de los casos, porque en el peor —nada inhabitual— se limita a expresar vagamente algún tipo de inconformismo o de pose intelectual autorreferencial sin perseguir objetivos concretos. Cualquier tipo de militancia en organizaciones de este tipo será siempre compatibilizado, sin problemas de conciencia y sin ningún tipo de crítica propia o ajena, con vidas individuales plenamente insertas en el sistema, participando de sus principales dinámicas. Esta forma de comprender la participación política es lo que se denomina «ciudadanismo». Por constituir una evolución ulterior, puede decirse que es el punto final, al menos por ahora, de la historia del socialismo y el movimiento obrero.

El socialismo nació en su día de la necesidad y deseo de otorgar a la clase proletaria una participación política plena y un acceso igualitario a la riqueza que no existía en la sociedad burguesa tras las revoluciones de principios del siglo XIX. A inicios del siglo XXI se puede juzgar —así lo veo yo— que no se ha conseguido realmente ni una cosa ni la otra. Lo que hay es un reflejo de tal realidad que, sobre todo por garantizar a casi todo el mundo un umbral satisfactorio de capacidad de consumo, hace que el diseño de la sociedad primermundista actual se dé por válido y se pueda llegar a entender —como así sucede— que el socialismo, de alguna manera, ha alcanzado sus metas históricas en esta parte del planeta.

Tratando de dar un corolario a este capítulo, largo de más, copio el siguiente texto (27) de Hobsbawn:
«¿Por qué hay hombres y mujeres que se hacen revolucionarios? En primer lugar y sobre todo, porque creen que lo que ellos desean subjetivamente de la vida no puede lograrse sin un cambio fundamental en la sociedad. Hay, por descontado, este substrato permanente de idealismo o, si se prefiere, de utopismo, que forma parte de toda vida humana (…) El convertirse en revolucionario implica no solo una medida de desesperación, sino también alguna esperanza. Así es como se explica la típica alternancia entre pasividad y activismo entre algunas clases o algunos pueblos notoriamente oprimidos. La entrega a la revolución depende, pues, de una mescolanza de motivaciones: los deseos de mejora en la vida cotidiana, tras los que, esperando surgir, están los sueños de la vida realmente buena; la sensación de que todas las puertas se cierran ante uno, pero, a la vez, la de que es posible echarlas abajo; el sentimiento de “urgencia”, sin el cual los llamamientos a la paciencia o a las mejoras parciales no dejan de tener fuerza. Vale la pena repetir que hablo de lo que produce revolucionarios, no de lo que produce revoluciones. Las revoluciones pueden producirse sin demasiados revolucionarios en el sentido en que empleo la palabra.»

Notas:

22- El sistema de Tito, no obstante, también recibió críticas internas. La más destacada es la de Milovan Djilas, antiguo partisano antifascista que llegó a ser ministro en el gobierno comunista de Yugoslavia y nunca abjuró del marxismo. En su libro «La nueva clase» (1957), Djilas cuestionaba el sistema político de toda la Europa del Este, incluyendo su país. En su opinión, el control absoluto del aparato estatal por los partidos comunistas respectivos de cada estado había provocado la generación de una élite burocrática. Los dirigentes comunistas en el poder, aprovechando que la administración de los medios de producción estaba en sus manos, aunque no fueran propietarios de los mismos, acababan por acumular una serie de privilegios y ventajas que les constituían en un grupo social separado del proletariado.

23- La llamada «revolución cubana», en su génesis y toma del poder, no fue un movimiento de signo comunista, si bien dicha ideología aportaba alguna influencia a su grupo dirigente, especialmente a través de Raúl Castro que había pertenecido al partido comunista cubano durante algún tiempo y de Ernesto «Che» Guevara, quien terminaba de asentar su ideología comunista en esos años. El «Movimiento 26 de Julio», nombre de la organización revolucionaria impulsada y dirigida por Fidel Castro, tenía una ideología nacionalista, antiimperialista y democrática, muy en la línea de la tradición de nacionalismo liberal de José Martí. De hecho, la mayoría de sus miembros eran anticomunistas. Inspirados, como digo, en el independentismo de Martí, pero también en el antinorteamericanismo de Sandino y en los recientes movimientos de izquierda del continente —sobre todo el peronismo y el gobierno socialdemócrata de Juan José Arévalo en Guatemala—, su objetivo era acabar con la tutela del país por parte de Estados Unidos y, concretamente, con la dictadura de Fulgencio Batista, para instaurar en su lugar un sistema pluripartidista de gobierno.
La deriva hacia el comunismo de Fidel Castro, quien no mucho antes de su llegada al poder había negado ser comunista y había prometido elecciones libres en el país, tuvo que ver sobre todo con factores coyunturales. EEUU, cuya política venía siendo la de etiquetar como «comunista» a cualquier fuerza de signo izquierdista en el continente que contraviniera sus intereses, movió ficha tras el derrocamiento de Batista. Especialmente cuando los nuevos dirigentes aplicaron una política de nacionalizaciones y de reforma agraria que afectó de forma importante a la propiedad de ciudadanos y empresas estadounidenses en el país. El gobierno norteamericano, que rechazó las indemnizaciones ofrecidas por el nuevo ejecutivo cubano, emprendió una campaña de acoso y derribo mediante vías económicas, políticas y también militares, armando a grupos insurgentes. Los apuros que esta política creó a la nueva administración provocaron su radicalización ideológica (y la purga de los elementos más moderados) y su acercamiento a la Unión Soviética. El resto de la historia es conocida.

24- El Partido Comunista de China logra atraerse a un sector importante del campesinado del país al incluir en su programa algunas medidas agrarias moderadas. Al recrudecerse la guerra contra las fuerzas nacionalistas en 1946, la necesidad de apoyos para su recién formado Ejército Popular de Liberación les lleva a anunciar una reforma radical que expropia toda la propiedad agraria (tierra, ganado e instrumental) en las zonas bajo su control y procede a repartirla entre jornaleros y campesinos pobres. Esta medida, que desencadena una gran violencia contra los latifundistas, revanchas y contrarrevanchas según va fluctuando el frente de la guerra, será refrenada en 1948 pero habrá servido a los comunistas para reclutar cientos de miles de campesinos para el EPL.
Una vez ganada la guerra y establecida la república comunista, se realiza una gran reforma agraria que expropia toda la propiedad rural y la redistribuye entre las masas campesinas de forma igualitaria. Sin embargo, años después, la influencia de la Unión Soviética, con la que China mantiene estrechas colaboraciones, lleva a su dirigencia, presidida por Mao Zedong, a tratar de imitar su modelo económico colectivista. Así el estado recupera la propiedad de la tierra y en un megalomaníaco experimento social llamado «el gran salto adelante» (1958) suprime toda pequeña propiedad privada y reagrupa al campesinado en gigantescas cooperativas que han de gestionar la tierra siguiendo directrices y cumpliendo objetivos que les marca el propio estado. El experimento, entre otras cosas, obligará a trasladarse a las ciudades para trabajar en las fábricas estatales a buena parte de la población masculina campesina, dividiendo a las familias. El vacío que dejan en la explotación agraria será cubierto por las mujeres, a quienes a su vez se «liberará» para ello del desempeño de las principales tareas domésticas, mediante sistemas de tipo colectivo. Por ejemplo, los hijos serán cuidados conjuntamente en grandes guarderías. Por si fuera poco, las cooperativas, además de cumplir los objetivos agrícolas, estarán obligadas a producir acero —era una especie de obsesión de Mao— en pequeñas instalaciones de tipo artesanal que se habilitarán para ello. No hace falta decir que todo este despropósito, además de ser inhumano, acabó en un gran desastre económico y social (algunas fuentes hablan de 30 millones de muertes relacionadas con la hambruna), que supuso el desprestigio de Mao y su abandono —temporal— del poder.
Muchos años después, en 2007, en plena deriva hacia el sistema económico capitalista, tras más de una década de debates, las autoridades chinas aprobaron una controvertida ley que permite la propiedad privada.

25- El 17 de abril de 1975, tras su victoria en la guerra civil, el ejército de los Jemeres Rojos hace su entrada en Nom Pen, capital de Camboya. Tras desarmar a las últimas tropas que custodiaban la ciudad, ordenan el abandono inmediato de la misma de todos los heridos y enfermos. Unas 20.000 personas en esa situación son expulsadas inmediatamente. Horas después se ordena la evacuación total de la ciudad. Sus dos millones de habitantes la abandonarían a lo largo de la tarde. En un proceso que duró tres meses, se les reubicó en diferentes regiones, siempre en el ámbito rural. Muchas familias fueron separadas deliberadamente enviando a sus miembros a puntos contrapuestos del país.

26- I Reyes, 19, 1-18.

27- Eric J. Hobsbawn. «Revolucionarios». Crítica, Barcelona 2010. Escrito en 1971.

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