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La libertad, un regalo envenenado (I): En qué consiste la libertad para el ciudadano occidental

Domingo.19 de noviembre de 2023 614 visitas - 1 comentario(s)
Pablo San José Alonso, "El ladrillo de cristal", El fondo. #TITRE

Texto del libro de Pablo San José "El Ladrillo de Cristal. Estudio crítico de la sociedad occidental y de los esfuerzos para transformarla".

Índice y ficha del libro


Ver también:

La libertad, un regalo envenenado (II): Los teóricos de la revolución liberal

La libertad, un regalo envenenado (III): Libertad, nacionalismo y estado

La libertad, un regalo envenenado (y IV): El proyecto liberal en el siglo XX, y hasta nuestros días


«El mundo libre»; prohombres del tipo de Aznar y Obama utilizan a menudo esta expresión para referirse a Occidente. La «democracia», concuerda en denominar al actual régimen la gran mayoría, excepción hecha de cuatro voces discordantes. «El estado de derecho»; se les hace la boca agua a los políticos y demás gestores del orden vigente diciendo eso. «Defender las libertades»... acompañado de «y las conquistas sociales»; lo dicen los socialdemócratas de pro. Son mantras que, a fuerza de oírlos una y otra vez, acaban por resultar indubitables para la mayoría. La mentira repetida mil veces se convierte en verdad, decía alguien que no precisamos nombrar. La palabra «libertad», significante suficientemente destilado para que sus significados sean tan ambiguos como inocuos para el poder, sin que haya menoscabo en la fascinación que produce el término, es hoy la principal coartada ideológica que sirve de sostén al sistema. El otro pilar, el material, es la capacidad de consumir del habitante medio de la sociedad primermundista.

Que el sistema político que gestiona nuestros estados capitalistas no es una democracia, es una obviedad de tal calado que sorprende tener que argumentarla una y otra vez. Es de perogrullo que si democracia significa «gobierno del pueblo», es el propio pueblo, esto es, la gente normal y corriente, organizada de alguna forma que lo posibilite —que las hay—, quien ha de deliberar y decidir sin intermediarios. Como hacía en Atenas la parte de la sociedad a la que se tenía por «pueblo». Al menos. En nuestra sofisticada partitocracia la gente está a eras de distancia de cualquier deliberación y ni que hablar ya del acto de poder adoptar cualquier decisión. Incluso aquéllas que le afectan determinantemente. De hecho, hay normativas jurídicas de máximo rango, como la mayoría de las constituciones de los estados, que fehacientemente lo niegan e impiden.

Tampoco existe en realidad la representación, que es el concepto político que pretende enmascarar la citada no-participación. Representar supone que la persona elegida para tal fin va a mantener un permanente contacto y diálogo con las personas representadas, a fin de que su voluntad —y no la particular del representante— sea llevada de forma unívoca a la mesa de las negociaciones. El parlamentarismo occidental no tiene nada que ver con eso; antes bien consiste en una forma de delegar incondicionalmente para que el elegido que, por lo general y en virtud de diabólicos mecanismos burocráticos, solo lo es por una minoría de la población, haga y deshaga lo que le parezca sin restricción ni fiscalización alguna. Frecuentemente representando, no a sus electores, como se ha dicho, sino a los poderes económicos que lo han aupado realmente al puesto o que le tienen a sueldo de una forma o de otra. Porque, no nos confundamos, ganar elecciones no es tanto el premio a la capacidad de sintonizar con los deseos y aspiraciones íntimas de mucha gente, sino tener la fortuna de salir en la televisión más que el resto de candidatos (o al menos en una situación de cierta igualdad con el resto de opciones que son también apoyadas por el régimen económico para simular la pluralidad) (1). Ejercer una función pública una vez se ha logrado ser electo, como bien podemos constatar por los informativos y periódicos (añadido a lo que no se llega a saber), en buena parte de los casos supone arbitrar decisiones en beneficio del mejor postor. Que alguien arguya que este montaje obsceno pueda tener que ver con el concepto libertad de algún modo, debería ser motivo para la hilaridad, cuando no para el llanto.

Aún así, teniendo tras la oreja la mosca de que tal vez todo sea una gran manipulación, la gente de a pie, la mayoría, como los peces en el río, vota y vota y vuelve a votar en cada comicio. Lo curioso es esa sensación de compromiso con el concepto de «libertad política» que experimenta al hacerlo. Hasta tal punto que en ocasiones los abstencionistas recalcitrantes han de verse en la extraña situación de ser tildados de «irresponsables» por aquéllos. Las masas votantes entienden que su acto sostiene «la democracia», el benéfico sistema que tantas luchas necesitó para alcanzarse (2). Al mismo tiempo compadecen a las poblaciones de otros estados en los que se sufren regímenes que igualmente concentran el poder en pocas manos pero que están menos evolucionados, o son menos sofisticados, en su capacidad de gobernar mediante la persuasión, los cuales no permiten a sus gobernados elegir supuestos representantes mediante elecciones. Participar en la cita electoral, más allá de la competición cuasi deportiva para ver «si ganan los míos», al parecer, genera en mucha gente una sensación de «deberes cumplidos», de haber puesto el granito de arena que cada cual ha de aportar para que pueda seguir existiendo el vigente «sistema de libertades». Pero, mirando más lejos de ese acto y sus implicaciones, cabría pararse a pensar a ver porqué todas estas personas comparten el pensamiento de vivir en una sociedad libre. Si observamos con cierto detenimiento, podemos llegar a pensar que ese inconsciente colectivo quizá no tiene tanto que ver con el diseño político de las instituciones de gobierno y sí con aspectos más relacionados con el formato individual de sus vidas. Ni siquiera, tal vez, habría que buscar la respuesta al interrogante en la llamada «libertad de expresión y opinión» que, en teoría, es una cualidad que se suele invocar para loar este sistema. Más allá de que tal cosa tampoco sucede de forma cabal y son, o deberían ser, más que obvios sus límites actuales (3), la gran mayoría de la sociedad no está especialmente preocupada por ejercer o dejar de ejercer tal supuesto derecho. Seguramente por no tener gran cosa discordante que decir. La sensación colectiva de «vivir en libertad», opino, debemos buscarla principalmente en el acto del consumo material. Dame pan y dime tonto, dice el refrán. Ninguna sociedad de la abundancia va a hacer nunca, en principio, una reflexión colectiva sobre el grado de tiranía política en que pueda estar inmersa. Por el contrario, si las vacas gordas tornan flacas, realmente flacas, el debate sobre la gestión política está servido.

Da igual, pues, que no haya libertad real a la hora de gestionar la propia sociedad o a la hora de participar en el debate político. La realmente importante es la libertad de opción y decisión de los productos que cada cual desea adquirir. No creo que haga falta recordar cómo las marcas comerciales usan y abusan del concepto «libertad» para promocionar sus ventas. Los occidentales nos sentimos seres libres pudiendo lucir atuendos supuestamente diferenciadores (ropa, peinados, complementos, tatuajes…), pudiendo elegir dónde queremos pasar nuestras vacaciones, en qué tipo de locales de ocio gastamos nuestro dinero, a qué «redes sociales» cibernéticas somos adictos o de qué marcas son los productos referenciales (automóviles, teléfonos, vinos...) que disfrutamos. Es la libertad de individualizarse estéticamente y en cuanto a formatos vitales después del tiempo entregado al trabajo (el cual queda fuera del pack «libertad», como bien nos recuerda la publicidad de la lotería, que nos propone «liberarnos» del mismo para podernos entregar al ocio de consumo a tiempo completo). Hay que añadir que esa individualización pretendida no se consigue, y que lo normal es someterse a estéticas y patrones de comportamiento colectivos, de una cierta pluralidad pero predeterminados todos ellos. Aunque este es otro tema (4). De hecho, no conviene perder de vista que la sensación de libertad proporcionada por la participación en la sociedad de consumo no se corresponde con una libertad real. A poco que se observe, los datos evidencian límites claros a las posibilidades de cada persona para materializar sus deseos. En primer lugar, la parte principal de ciudadanos de los estados occidentales que obtienen sus medios de vida por el trabajo asalariado no son dueños de su tiempo. Es su empleador quien decide a qué hora empiezan y a qué hora terminan. Cuándo se descansa. Son instancias ajenas quienes fijan días festivos y periodos vacacionales. Lo mismo podría decirse de buena parte de la población estudiante y de muchos ciudadanos en paro o subsidiados que han de sostener cargas familiares para que otros miembros de la unidad familiar puedan someterse al trabajo por cuenta ajena (o por cuenta propia —los autónomos— habiendo de autoexplotarse para satisfacer las cuotas impositivas del estado). El trabajo asalariado —que normalmente ocupa una parte muy importante del horario semanal de los empleados— prescinde de la individualización y de cualquier atisbo de libertad en muchos aspectos: obliga a realizar tareas determinadas, fija los modos de hacerlo, los ritmos, cómo ha de ser la relación con el resto de asalariados y con el jefe, con el público... En ocasiones llega a decretar el tipo de atuendo personal que ha de exhibirse. El hecho de que a cambio de ello se reciba una remuneración dineraria (y de que haya personas a quienes no disgusta especialmente la tarea que realizan o que se sienten satisfechas por haber logrado acceder a una ocupación comparativamente ventajosa) no suprime los rasgos de esclavitud que son inherentes a esta forma de relación entre seres humanos. Como decíamos arriba, nadie percibe —justamente— esta situación como «libertad». Pero se entiende «libremente» aceptada a cambio del dinero que va a posibilitar ser «libre» a partir del momento en que se franquea el umbral del centro de trabajo una vez terminada la jornada. Obviamente, si no hay empleo la sensación de libertad que produce el consumo se esfuma. De pronto uno deja de ser el feliz ciudadano de un estado del mundo libre y se convierte en un paria. Depresiones, e incluso suicidios, se disparan. Y todo el abanico de trastornos psíquicos y enfermedades psicosomáticas que colapsan los servicios médicos. Hecho que no solo está causado por la situación de desempleo sino, a menudo, por la frustración que produce trabajar en determinadas condiciones (el burnout) y tener la vida escindida en dos: la «mala» y la «buena», la que se entrega como indeseado y odioso tributo a la obligación de trabajar, y la que está para “disfrutar” todo lo que se pueda. Y cabe añadir que, si el capitalismo expropió en su día a las personas que eran libres y dueñas de una pequeña propiedad con la que poder subsistir, una parte de su tiempo, de su vida, encadenándolas a trabajo asalariado, hoy aspira a arrebatarles, prácticamente, todo el tiempo que les queda. Las nuevas formas empresariales de trabajar «desde casa» con ayuda de la moderna tecnología comunicativa, no solo afectan a los «creativos» de las grandes compañías; hoy, mediante el whatsapp y el resto de redes sociales, cualquier mecánico, peluquero, empleado de hostelería, taxista etc. puede estar las veinticuatro horas en situación de disponibilidad para ser convocado a su puesto de trabajo por la gerencia de su empresa.

Es el deseo inducido de consumir más y más lo que empuja a muchas personas a aceptar trabajos fuertemente deshumanizantes, a soportar horarios extenuantes. En ocasiones el acto «libre» de acceder a un empleo (el sistema ha jugado con las tasas de paro de tal forma que no es el empleador quien ha de convencer a las personas para que acepten sus condiciones, sino que son los propios trabajadores quienes compiten entre ellos por lograr ser contratados —casi bajo cualquier condición— y conservar el empleo como sea), no es más que la consecuencia de un acto, también «libre», de consumo previo. Verbigracia la compra de una vivienda de cierto nivel con un préstamo hipotecario a devolver en equis años a una entidad bancaria. Es un espléndido juego de equilibrios: la compulsión de consumir por encima de las propias necesidades materiales reales (es decir, satisfaciendo las necesidades artificiales que induce en cascada la propia dinámica del capitalismo), más la implantación masiva del salariado como forma de obtener ingresos, más el control arbitrario de las tasas de desempleo. Con el añadido de algunos mecanismos complementarios como el crédito o los impuestos. Y no nos olvidemos de la capacidad de coacción física de los acreedores para reclamar sus deudas; esto es, el monopolio de la violencia en manos del estado. Todo ello constituye la mejor de todas las herramientas del sistema para tener sujetas y sometidas a las masas con puño de hierro. Este paquete es la libertad que cree disfrutar la gente.

La alienación, en el sentido de expolio intelectivo, como decimos, más allá de la cuestión del empleo se relaciona con la del consumo. Los «libérrimos» habitantes de Occidente son profundamente esclavos de todo tipo de normas y convenciones sociales. Vestir, divertirse, relacionarse... Las modas, la cultura estereotipada, el ocio, todo eso que decíamos antes. El margen para disentir de estos cánones, adaptados a públicos diversos pero en si limitados, es estrecho cuando no inexistente. Hay quienes hablan de una construcción heterónoma del sujeto (5). Esto es, no nos autoconstruimos en forma alguna; antes bien recibimos todo (patrones de conducta, gustos, escala de valores, cosmovisión) de instancias ajenas. E, insisto, aunque la aparente pluralidad entre estos tipos de patrones pueda producir el espejismo de «ser libres», tal cosa no ocurre. Que la jaula pueda ser más amplia y compartimentada no elimina sus barrotes.

Añadido a lo dicho, existen límites todavía más objetivos a la libertad de los individuos. La institución del estado legisla para normativizar nuestras vidas en forma creciente. El cuerpo jurídico que despliega incesantemente, cada vez afecta a esferas más internas de las personas. Los comportamientos relacionales son fuertemente regulados y cada conflicto judicializado. Todo ello, como no podía ser menos, se diseña y aplica de arriba a abajo, sin participación popular y con la ayuda legitimadora del sistema parlamentarista que describíamos párrafos atrás. El estado invierte cada vez más y más recursos para que su ley sea universalmente cumplida y las infracciones sean rápidamente detectadas y reprimidas. Estamos, opino, en un momento histórico en el que el poder está traduciendo los avances tecnológicos en formidables herramientas para el control social y la persuasión, mucho más allá de los sistemas clásicos de punición (ejército, policía y judicatura-cárcel), los cuales, en todo caso, se mantienen vigentes.

El estado no solo prohibe; también obliga. Por ejemplo a entregarle la mitad del producto de nuestro trabajo (o a tener que trabajar el doble de tiempo, según se mire), en forma de impuestos (6). O, también por ejemplo, a participar en su «fiesta de la democracia» siendo reclutado como mano de obra esclava —bajo amenaza de cárcel— para integrar las mesas electorales. Y hay que dar gracias de que ya no existe el servicio militar obligatorio (7).

Tampoco vivimos libres de una serie de consecuencias del funcionamiento del sistema en diversos órdenes. Resulta difícil, cuando no imposible, huir, o al menos minimizar, el impacto de la sociedad occidental en nuestras vidas concretas. Así, por ejemplo, la gran mayoría hemos de padecer la vida urbana con todo su pack de nocividades (masificación, contaminación, estrés, comida insana...) De esta forma somos esclavos del ruido, de la velocidad, de la prisa, del asfalto, del teléfono móvil... De las adicciones y compulsiones. Del adoctrinamiento, la banalidad, la superficialidad... Vivimos en un «mundo libre» en el que no tenemos soberanía alimentaria, laboral, habitacional, educativa... Los mayores en geriátricos, los niños en guarderías y en tareas extraescolares, los jóvenes de borrachera en borrachera, de fiesta en fiesta. Libertad dentro de matrix, la libertad de «Un mundo feliz». Aún así, como venimos explicando, la gran mayoría —en España— cree que se pasó de la tiranía a la libertad a partir del momento en que un general con voz de pito dejó de presidir el país (8). El gran éxito del liberalismo político como proyecto es, precisamente, haber convencido a la gente de esta ilusión. Hay que quitarse el sombrero ante la brillantez y rotundidad con la que han alcanzado su objetivo. Detengámonos a estudiar la génesis de todo esto.

Notas

1- «...El ideal democrático consiste en la creencia, sin resquicio, en esa falsedad, es decir, la creencia en el individuo, en que cada uno sabe lo que vota, cada uno sabe lo que compra, cada uno sabe lo que quiere, cada uno sabe a dónde va con su auto. (…) ...jamás ninguna forma de Estado, ni la Banca, va a tener el menor resquemor de intranquilidad respecto a una votación: se sabe que el resultado de la votación va a ser el resultado de la suma de voluntades individuales, y que éste va a ser el que se esperaba y el que Ellos quieren. Está claro. Éste es el Régimen, el último truco del Poder que padecemos. Es importante fijarse en eso. Está fundado en la creencia del cada uno, en que cada uno sabe dónde va, como la usan aún para la venta de autos, mientras no se les ocurre otra manera de explotar al personal, todavía utilizando el eslogan que yo conocí cuando era niño: la ventaja del auto era que podías ir a donde querías, pararte donde quisieras, hacer con el auto lo que quisieras; siguen manejándolo. Luego, pues el resultado es lo que Ellos apetecían: atasco: claro, cada uno al sitio que quiere y a la hora que quiere: el resultado, todos al mismo sitio a la misma hora, pero cada uno por su cuenta. »Agustín García Calvo. «Contra el Hombre » (transcripción de un ciclo de conferencias). Fundación de Estudios Libertarios Anselmo Lorenzo, Madrid 1997.

2- Otra de las prendas del disfraz ideológico que pretende convencer de que el tinglado parlamentario es una forma de democracia, es la difusión de la idea de que éste es una conquista social obtenida tras denodadas luchas populares. Nada más lejos de la realidad. La denominada «democracia liberal» (término que despierta mayor consenso para nombrar el actual sistema de gobernación en la mayoría de Occidente, tanto en su versión «parlamentaria» como en la «presidencialista»), a partir de la independencia de los EEUU en 1776, será impuesta como forma de gobierno, estado a estado, durante todo el siglo XIX (en el XX en algunos casos), allí donde la burguesía liberal se hace con el control de las instituciones y a partir de dicho momento. Es un sistema de gobernación diseñado por dichas élites económicas en pro de sus intereses. Es el más útil y válido para asegurar la expansión sin límites de la economía capitalista de mercado, así como para gestionar su otra cara de la moneda: la institución del estado. No hay conquista popular pues, a no ser que llamemos «pueblo» a las minorías liberales burguesas que lo impulsan e implementan. Esta afirmación puede extenderse a tiempos recientes y a casos concretos, como por ejemplo, el paso del sistema militar de gobierno presidido por el general Franco en España —una anomalía obsoleta y políticamente ineficiente en la Europa de su época— al actual régimen parlamentarista. Cómo son las propias élites del franquismo, y no tanto agentes populares, quienes preparan, conciertan e impulsan el cambio de modelo y su pertinente transición.

3- Aunque conviene tener en cuenta que la sociedad de la hipercomunicación está terminando con el clásico dilema de los gobiernos entre abrir más o menos la mano en relación a la libertad para opinar públicamente. Hoy, más que prohibir el decir según qué cosas, parece mucho más eficaz dejar que esas afirmaciones no deseadas se pierdan en un mar de mensajes de todos los tipos y colores, que hace casi imposible que alguien pueda separar el grano de la paja o sentirse interpelado.

4- Sobre todo esto reflexiono ampliamente en el libro «El Opio del Pueblo. Crítica al modelo de ocio y fiesta en nuestra sociedad». Grup Antimilitarista Tortuga, Alacant 2014.
Cabe decir también que en las novísimas generaciones podría estar siendo superada la necesidad de individualización. Los nuevos seres de la sociedad occidental —en tasa de natalidad cero o negativa— acostumbrados desde su nacimiento a ser el centro de atención familiar y social, sobreprotegidos de todo peligro y colmados de la mayor abundancia material, son educados en la noción de ser «únicos e irrepetibles». Así, llegados a la edad adolescente, su necesidad no será la originalidad, sino, directamente, el mimetismo en el seno del grupo de referencia más a mano.

5- De mis apuntes tomados durante una exposición-resumen sobre el pensamiento de Heleno Saña compartida por Jesús Franco en el II Encuentro por la Revolución Integral, Mazarete 2016: Vivimos en una sociedad heteronómica; esto es, nos construyen como personas desde fuera. Hay falta de ideales, la vida es ramplona y el hedonismo es la actitud dominante. La realidad convivencial es escasa. Entre otras cosas, por la falta de capacidad de las personas para materializarla. Ante todo esto Saña plantea la idea del bien, entendida ésta atendiendo a las limitaciones de la naturaleza humana. Así, las categorías de «el bien» serían: necesidad inmaterial, rechazo de necesidades artificiales, se nace de uno mismo, autorresponsabilidad, trascendencia, alteridad y convivencialidad, valor intrínseco de las cosas al margen de sus resultados. Saña añade que el bien es necesario pero no es suficiente.

6- Diferentes estudios cuantifican en aproximadamente un 50% la parte de riqueza producida por el trabajador asalariado de la que el estado se apropia. Se hace en forma de impuestos directos e indirectos, al propio trabajador o al beneficio empresarial, cuotas a la seguridad social y otros medios de menor incidencia.

7- A mi modo de ver, la supresión del servicio militar obligatorio en España, durante la presidencia de Aznar, obedeció principalmente a la necesidad del estado de modernizar la institución castrense, adaptarla a los estándares de los estados del entorno (a la OTAN especialmente) y a las nuevas exigencias bélicas del neocolonialismo. Las luchas populares contra «la mili», en las cuales yo participé en su día, no contribuyeron a mucho más, en ese sentido, que a adelantar, quizá, unos años la profesionalización del ejército.

8- Abundan los referentes culturales e intelectuales que mueven a la gente a considerar ese hito histórico como el paso de la dictadura a la libertad. Por ejemplo, el tema musical «Libertad sin Ira”, de Jarcha.


Índice y ficha del libro

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