La crisis de nuestras vidas (II). Vivir y morir - Tortuga
Administración Enlaces Contacto Sobre Tortuga

La crisis de nuestras vidas (II). Vivir y morir

Martes.2 de junio de 2020 333 visitas Sin comentarios
Vicent Teulera, Tortuga. #TITRE

4. Gestionando epidemias

Sobre la propia epidemia de covid-19 y su gestión por parte del gobierno español hay un montón de buenas preguntas que hacer. La primera y principal sería poder conocer hasta qué punto tanto arresto domiciliario, tanta paralización económica y tanto esfuerzo militarizador y represivo ha incidido mucho o poco en la evolución de la crisis sanitaria. España, como la mayoría de estados, ha tratado de imitar la gestión de la epidemia que en su día llevó a cabo la dictadura china, un régimen bien conocido por no tener especialmente en cuenta las necesidades de los seres humanos cuando están en juego sus intereses estratégicos. Es sabido que no todos los estados han seguido esa método, por lo que queda claro que no era el único posible.

Los interrogantes sobre el coronavirus no tienen fin. Los sistemas estadísticos para cifrar contagios, mortalidad, incidencia en el sistema sanitario, tasa de inmunidad etc., se mantienen en un baile continuo, siendo poco menos que imposible para el gran público conocer el verdadero impacto de la epidemia y su comparativa real con otras enfermedades estacionales, como la gripe.

Además, no termina de concluirse entre los expertos médicos hasta qué punto vale la pena permitir mayor movilidad poblacional y, por lo tanto, mayor tasa de contagio, en busca de la llamada "inmunidad del rebaño" o si, por el contrario, la mejor opción es la profilaxis extrema para que haya los menores contagios posibles en espera de una hipotética futura vacuna. Tengo la impresión, escuchando a los portavoces sanitarios del gobierno, de que en España y países vecinos se ha jugado un poco a ambas cosas, resultando una sorpresa inesperada que en el tramo final del proceso el primero de los dos objetivos, la inmunidad colectiva, no se haya logrado en absoluto.

Hay que comentar también que un confinamiento tan prolongado y militarizado como el sufrido tampoco sale gratis a nivel sanitario. Aumenta la obesidad y el sedentarismo con sus afecciones derivadas, las adicciones, los trastornos psicológicos y las enfermedades mentales, la conflictividad intrafamiliar... Por esta razón y la anterior no está nada claro, o al menos se puede poner en duda que, midiendo la eficacia sanitaria a largo plazo, el confinamiento salga a cuenta.
Otra duda que me corroe tiene que ver con la gestión de la epidemia en sus comienzos en España. ¿Por qué no se aplicaron prontas restricciones de movilidad a las principales zonas afectadas (especialmente Madrid) antes de que el virus se diseminase por todos los rincones del país? O, sabiendo que la mortalidad del covid es exponencial en el caso de personas ancianas, ¿por qué no hubo una temprana gestión de la epidemia en centros geriátricos para evitar en lo posible su propagación allí?

5. Otro paréntesis, éste sobre la muerte.

Como decía arriba, las principales víctimas de esta crisis son las personas fallecidas y sus seres queridos. En estos días de epidemia y cuarentena he podido leer y conversar mucho, y también pensar un poco. La muerte de esas personas, en su mayoría ancianas, en todo momento ha sobrevolado el ambiente. Todos los días hemos recibido el parte de bajas desde el gobierno y los medios de comunicación. Tanto número, por momentos, ha provocado cierta insensibilización ante lo que son cifras sin rostro. La insensibilización ha desaparecido cuando los muertos han sido gente cercana, conocida o famosa. Incluso quienes, como un servidor, por suerte, no han contado a ningún familiar entre los finados, no han dejado en algún que otro momento de pensar en esa posibilidad.

Dicho esto, conviene recordar otra vez que el covid-19 es una enfermedad infecciosa que, salvo algunas -no demasiadas- excepciones solo se convierte en grave, llegando a ser mortal, en el caso de personas ancianas o gente que, aunque no es anciana todavía, está aquejada por patologías serias. La gripe, sin ir más lejos, también actúa así, si bien sus tasas de contagio y mortalidad parece que no son tan elevadas (parece, digo, porque estas estadísticas viven hoy rodeadas de confusión). Según las cifras de personas fallecidas por coronavirus que se administran aquí y allá, conocemos que la abrumadora mayoría tenían más de 70 años, siendo mayoría aún quienes tenían más de 80. A partir de los 90 la tasa de mortalidad se dispara a un 20% de los contagiados. Hay otro dato, este escalofriante: al menos en España, la mayoría de esas personas ancianas finadas no residían en sus casas o con sus familiares, sino en centros geriátricos.

¿Qué quiero decir con todo esto? Varias cosas. Estamos hablando, sobre todo, de un sector de población de edad avanzada. Son edades en las que el fallecimiento, en cualquier caso, es una posibilidad cada vez más tangible. Porque, a veces, con todo este discurso de "las vidas que se pierden y que hay que salvar como sea" se nos olvida una cuestión primordial: la gente se muere; las personas fallecemos un día; unas antes, otras después, pero todas dentro de un plazo no especialmente largo. Y las personas ancianas lo hacen más que nadie. Morirse "de viejo" se decía antes. Es de creer que sin covid un porcentaje de fallecimientos atribuidos a dicha causa hubieran ocurrido de todos modos (no existen lapsos de tiempo en un país en los que la gente deja de morir). Otro porcentaje de óbitos hubiera sucedido igualmente en un plazo relativamente cercano: unos meses, un año, dos... Otras muertes, efectivamente, habrían dejado de producirse en el término corto y medio, y se habrían retrasado años, incluso alguna que otra década. Son porcentajes francamente difíciles de estimar, en cualquier caso.

No quiero que se entienda esta reflexión que me permito hacer sobre la mortalidad del coronavirus como invitación a la indiferencia ante estos fallecimientos. Creo que es bueno y pertinente que se adopten todas las medidas sanitarias precisas y útiles para minimizar en la medida de lo posible estas muertes. Una sociedad humana no puede dejar morir a sus semejantes sin tratar de hacer algo por evitarlo. Tampoco han de ser consideradas las ancianas vidas de segunda categoría. Todo lo contrario. Sin embargo, considero que la protección de estas vidas no puede convertirse en la coartada que justifique el diseño e implementación de una sociedad en la que la libertad pasa a ser un valor ausente.

La sociedad occidental, afirmada en una comprensión materialista e impersonal (des-personal) de la realidad, ha llegado a entender el hecho de vivir como mera supervivencia del cuerpo. La vida es una cuestión de "cantidad"; vivir muchos años, cuantos más mejor. La "calidad" existencial de esa vida, en cambio es harina de otro costal. Ahí están, por ejemplo, los centros geriátricos, de los que hemos hablado; lugares en los que alojar a aquellas personas ancianas dependientes cuyos familiares no pueden o no desean atender. Soluciones habitacionales de carácter paliativo en las que se "aparca" a estas personas para que allí esperen la muerte. En mi caso, con la prudencia que requiere la perspectiva de imaginar dicha situación faltándome unos cuantos años para llegar a ella, pienso que llegado ese caso no tendría gran inconveniente en que la muerte me alcanzara más pronto que tarde. Porque considero que la esencia de una vida no ha de medirse por su duración, sino por su calidad. Una gran vida puede ser corta. Y viceversa. Incluso en el caso de poder disfrutar una vida larga y plena, cabe pensar que no hay grandes diferencias entre un lapso de cuarenta, ochenta o cien años, en comparación con los grandes referentes del transcurrir del tiempo: el curso de la historia, la edad del universo, la eternidad. Y, en todo caso, bajando a lo inmanente, no cabe olvidar el dicho: "dentro de cien años, todos calvos".

La otra consecuencia de la apuesta por el materialismo de Occidente es la negación de la muerte. Es lo propio ya que el hecho de morir, por definición, supone la extinción de toda realidad cuando ésta solo se percibe en su dimensión física. Así, la muerte pasa a ser un tabú, algo que debe ser evitado a toda costa, algo sobre lo que no hay que hablar jamás a los niños. Leía en la web de Tortuga, hace no mucho, unas anotaciones de Walter Benjamin, quien reflexionaba cómo, a diferencia de otras épocas, en las que morir era un acto público y trascendente, en las que no había una casa o una habitación donde no hubiera muerto alguien, en su presente, que para el caso es también el nuestro, el moribundo era hurtado de su entorno y llevado morir oculto, fuera de miradas, en un centro hospitalario. Pero, por mucho empeño que se ponga en su ocultación, la muerte es una realidad insoslayable que forma parte de la vida. Y como ésta, además de aceptada, también ha de ser medida por su calidad: la buena muerte, el acto generoso de dar la vida por otros. La cultura materialista de la posmodernidad consagró la afirmación de Lennon de "nada por lo que morir o matar". Yo, en cambio, soy más de "mejor morir de pie, que vivir de rodillas". En Turquía, recientemente, tres personas jóvenes se han dejado morir tras un largo ayuno político en reclamación de justicia y libertad para ellas mismas y para su país. La vida es un valor máximo, pero no debe ser absolutizada: hay causas que merecen entregar a ellas la propia vida. Y, por la misma razón, la mera supervivencia no está por encima de todos los demás valores.

Llevada la reflexión a nuestro caso concreto, como decía, han de implementarse todos los esfuerzos necesarios para minimizar los fallecimientos por coronavirus, pero no a costa de cualquier cosa. La existencia humana es una perenne convivencia con una multiplicidad de riesgos, entre los que también se encuentra la muerte, la cual, antes o después, pasará de posibilidad a realidad inaplazable para toda persona. Por ello y por lo dicho antes, no ha de ser ni eludida ni magnificada. Decía una política madrileña conservadora -siendo objeto de la mofa por parte del público progresista de internet- que mucha gente muere atropellada y no por ello se prohíben los coches. La comparación no es tan torpe como se quiere presumir. El uso masivo del automóvil es causante directo e indirecto de numerosísimas muertes prematuras. No solo hay que pensar en atropellos, sino en accidentes de tráfico y en todo tipo de dolencias provocadas por la respiración de sus gases o por el estrés que va aparejado a la cultura de su uso. Cabe creer que estas víctimas superan con creces a las que produce el covid. Aun así, la sociedad decide convivir con ese riesgo letal más que confirmado. Podemos ir más lejos: el modelo de vida consumista occidental se nutre de unas relaciones económicas injustas que mantienen a la mayoría de la población mundial en la pobreza, bajo el efecto de la guerra o sufriendo pandemias de mayor impacto que el coronavirus. Mostrar la inmensa pila de cadáveres que todo ello provoca no parece, tampoco, razón suficiente para detener la maquinaria de la depredación capitalista. Obviamente, esas muertes, por afectar a personas de otros países y no suponer un riesgo directo para nosotros, a pesar de su cantidad obscena, importan poco o nada. Pero, ubicados en el ámbito en el que el peligro sí nos afecta, encuentro un sinsentido aceptar la posibilidad permanente de fallecer en cualquier momento de cáncer o por un accidente de tránsito para poder disponer de un medio de automoción propio (entre otros ejemplos que podrían invocarse), al tiempo que nos despojamos alegremente de nuestra libertad (por la que tanta gente entregó generosamente su vida) depositándola a los pies de la autoridad estatal, a cambio de la incierta promesa de evitar el pronto fallecimiento de algunas personas ancianas.

Continuará...


Ver también: La crisis de nuestras vidas (I)

La crisis de nuestras vidas (III). Todos a la cárcel

La crisis de nuestras vidas (IV). Un mundo virtual

La crisis de nuestras vidas (V y final). Con la boca tapada

Nota: los comentarios podrán ser eliminados según nuestros criterios de moderación.