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"Imán", de Ramón J. Sender, un libro antimilitarista bien actual

Lunes.8 de noviembre de 2021 638 visitas Sin comentarios
Juan Carlos Rois, Tortuga. #TITRE

Como quiera que el panegírico de los ardorosos patriotas se ha empeñado en ensalzar, como si de un agesta se tratara, la actuación del ejército español en Annual, de cuya efeméride se cumple un siglo, y el papel colonial en el protectorado de marruecos hasta la independencia de dicho país, de cuya poco ejemplar actividad sigue haciendo falta una severa crítica y tal vez reparación a los dolientes de la misma, merece la pena, expurgando la paja del grano, leer alguna de las novelas cercanas a la época para conocer la cara oculta de tan brillante discurso.

Encontramos especialmente pintiparada para ello la novela de Ramón J. Sender, su primera novela, publicada en 1930. Se trata de «Imán» y su protagonista Viance, un aragonés que atrae las desgracias y que es soldado en la guerra en el año 1821, cuando se produjo todo aquello.

Asistimos a una importante refutación al triunfalismo militar y, si me apuran, un rescoldo impagable del antimilitarismo latente que, a veces, desencadena en nuestra sociedad saludables ciclos de movilización y profundización en la idea de la convivencia, la paz, la defensa de otra cosa. . .

Es cierto que nuestro antimilitarismo suele interrumpirse y olvidarse para andar a menudo retomando sus luchas sin recuerdo del pasado, pero esa es harina de otro costal que ahora no vamos a acarrear.

Sender escribe Imán tras el paso por Marruecos poco después de los hechos para cumplir con «la mili», ese impuesto de sangre que ha herrado a fuego a cientos de generaciones de personitas de este país hasta su definitiva abolición (a regañadientes de los militares, todo hay que decirlo) a los inicios del siglo XXI.

Dice el autor en el prólogo de la primera edición de su libro que aquel se basa en notas que tomó en Marruecos y que «cualquiera de los doscientos mil soldados que desde 1920 a 1925 desfilaron por allá podría firmarlas». Añade «desde luego, su protagonista se puede comprobar en la mayor parte de los obreros y campesinos que fueron allá sin ideas propias, obedeciendo un impulso ajeno y admirando a los héroes que salen retratados en los periódicos».

Protagonista, villano y medios de comunicación creando un relato triunfal.

De modo que nos aparece, en primer lugar, el protagonista: el sufrido don nadie de entonces, obreros y campesinos, con las condiciones de postración de la época, a los que obligaron a ir «allá» sin ideas propias y sumisa o resignadamente (dicho sea de paso, y ya que hablamos de memoria, hubo muchos jóvenes desde antes y aún en esas fechas se negaron a dejarse llevar a la guerra y no pocas movilizaciones al respecto de las que la Historia con mayúscula suele no hablar o no hablar bien).
Podemos añadir que, en eso de la sumisión, que lo era tanto por lo civil como por lo militar, tal vez hemos cambiado tirando a poco. Ahora la servidumbre voluntaria es parecida a la de entonces, tal vez más sutil e inconsciente, pero en todo caso con la creencia añadida y prefabricada por la ideología dominante y su armamento publicitario de que estamos llamados a todo lo que nuestros deseos quieran desear, con la aspiración de ser clases medias y no obreros o campesinos, con un cierto barniz cultural con más levadura que masa y un IPhone en el bolsillo.
Tenemos también el villano: los de las ideas propias y que obligaron a los otros a defender un «interés ajeno» (ajeno a los primeros y propio de los villanos, quiero decir). Un villano en nuestros tiempos cada vez menos reconocible pero no por ello menos felón.

Y tenemos un cierto hilo conductor y, como ahora, un amanuense que fabrica el relato a favor de los villanos para que los donnadies hagan(mos) lo que los señores quieren: los héroes retratados como argumentario identitario y los que mixtifican el elogio de dichos héroes y los deseos de los mandamases, cual verdad categórica, en los periódicos.

Como vemos, nada nuevo bajo el sol. Hoy en día, y desde Felipe González a nuestros días también han ido a guerras ajenas pero muy nuestras (en concreto más de 100 intervenciones militares) cerca de 200.000 efectivos bien dopados con la retórica de los héroes, la patria y la bandera, mientras la prensa más militante se dedica a propagar una imagen de nuestro militarismo bastante edulcorada y acrítica y la sociedad traga estas ruedas de molino como quien no quiere la cosa.

Los paralelismos de entonces y ahora son, a mi modo de ver, evidentes. De modo que la crítica de ahora y la que en su día lanzó Sender viene a ser parecida, aunque la suya escrita con maestría y, si no se marginalizara su acceso, con una gran capacidad de concienciación y contagio.

También hay paralelismo entre las mañas del militarismo de entonces y el de ahora: contamos en la actualidad con un Ministerio de Defensa (antes eran más realistas y lo llamaban ministerio de la guerra) como uno de sus ineludibles protagonistas. En concreto, en el asunto de Annual, se empeñan en ensalzar la heroicidad de los militares del Regimiento Alcántara 10 (obviando todo lo demás que pasó antes y después) y rodeando todo ello de un olvido pavoroso de las atrocidades cometidas también por los nuestros en aquella guerra, la muy poco noble causa que justificó la prolongación del militarismo español en el norte deAfrica, los poco confesables intereses a los que servían los militares empeñados en prolongar el conflicto y las nefastas consecuencias que para la evolución de nuestra sociedad tuvieron los militares africanistas que se foguearon en el protectorado de Marruecos.

El paisaje de la guerra:

Volviendo a la novela de Sender, narra los hechos de Annual con tonos crudos: un desastre, una carnicería, una sinrazón, una deshumanización, una injusticia. La lectura parece un reportaje periodístico a veces (Sender era periodista entonces) y describe la guerra como lo que es, la más pura expresión del poder y de la crueldad.
El observador se aterra ante el paisaje de la guerra, con miles de cadáveres esparcidos y tratados sin la mínima piedad (cabezas rebanadas, miembros mutilados, gente quemada y despojada, desenterrados, pájaros y chacales que se comen los ojos y partes blandas) y todas las vilezas imaginables que a lo largo de la obra desfilan con crudeza.

Quien ha participado, dice, de todo ello queda superado por el horror. De tanta crueldad enloquece, porque lo observado sobrepasa los límites
«Cuando detrás de los ojos no hay una aspiración del panorama ideal que corresponde a cada paisaje, la mirada aparece vacía. Así miran siempre los idiotas. Los locos solo ven lo imaginado, y tienen una mirada demasiado lejana, demasiado expresiva de lo inmaterial. Viance mira de ambas maneras. La idiotez y la locura se dan la mano sobre una realidad muerta».

Perlas sobre de la guerra

El realismo con el que se retrata la guerra nos prepara, principalmente en el capítulo 5, para comprender su crueldad y absurdo.

«Hay una soledad y un silencio extraños. Quizás por la comba de esas llanuras corre el aliento helado de la muerte». (Capítulo 5)

Una crueldad que se consigna en muchas de las páginas de la obra: cadáveres decapitados, muertos ensartados a las alambradas para atraer al enemigo y dispararle, lucha encarnizada con toda clase de armas, lanzamiento de gases y guerra química (que, dicho sea de paso, España utilizó y aún pasan factura en la población descendiente de los partícipes en esta contienda), despersonalización, despojo de cadáveres. . . Una crueldad que deja indiferentes a los soldados allí enfrentados. Elegimos varios párrafos de los muchos que lo reflejan.

«El muerto ha quedado atrás en la misma posición, con la cabeza increíblemente torcida. Viance siente que la simplicidad trágica de todo esto ya no impresiona, que es como un juego infantil en el cual se mutila y martiriza a unos cuantos insectos cuya vida tiene sin cuidado al universo. (. . . ) Una fuerza cósmica establece el derecho del más poderoso, y sólo éste, nadie más que éste, posee la ley y la lógica». (Capítulo 8).
O
«Luego llevan los cadáveres indígenas a la parte de atrás y los arrojan por la vaguada de uno en uno, para que los rebeldes vean el castigo. son dieciocho o veinte y bajan trompicando, con gestos grotescos» (Capítulo 6).

Pero decimos que también un absurdo. Un absurdo al que han acarreado a la fuerza, como carne de cañón, a los que no tienen ningún poder de decisión y deben cumplir el Servicio militar (por entonces 3 años) y a veces, los recargos.

«Avizora Viance, con la barba pegada a los sacos:
- Dios, Dios, qué habremos hecho pa que nos metan en este tiberio»
(Capítulo 6).

Un absurdo del que los propios oficiales profesionales de la milicia, insinúa el autor, son conscientes (y uno de sus beneficiarios):
«Se siente en algunos oficiales desengañados -los malos oficiales- la tristeza de confesarse que mueren por un poco de dinero mensual y la envidia de la muerte desinteresada y romántica del soldado» (Capítulo 5).

Un absurdo al que se sacrifican las vidas de los desgraciados inocentes a los que se acarrea a la matanza:
«. . .ya formados, esperan bajo el cargamento, hundidos los pechos, avanzada la cabeza con un aire cansado de mendigos nómadas. Hay algunos a quienes el sueño, la sed, dan unos ojos visionarios y un rictus como de catarro, de contener las lágrimas en la nariz»” (Capítulo 5).

Con un desenlace estremecedor y nefasto:
«Nadie se engaña en el fondo. No hay ni uno solo que crea en la necesidad de todo esto. Todos saben, además, lo que aguarda fuera. Dan ganas de gritar: ¡es más cómodo para todos romper filas y pegarnos un tiro!» (Capítulo 5).

Pero el autor va más allá del propio momento bélico y descubre el hábitat que hace la guerra posible y constante, así como la implicación de todo el entorno «cultural» que constituye su preparación y su propagación:
«Es la guerra. Esto es la guerra. La banderita en el mástil de la escuela. La marcha real, la historia, la defensa nacional, el discurso del diputado y la zarzuela de éxito. Todo aquello, rodeado de condecoraciones, trae esto. Si aquello es la patria, esto es la guerra: un hombre huyendo entre cadáveres mutilados, profanados, de pies destrozados por las piedras y la cabeza por las balas.» (Capítulo 9).

Se me ocurre un paralelismo con las actuales guerras, aunque ahora estamos lejos de percibirlo en su crueldad, porque la guerra se nos presenta televisada y se escenifica con los brillos de una película de buenos y malos en la que hay muchos efectos especiales, pero no se nos muestra su carne cruda ni se deja lugar para sentir compasión o para pensar en el futuro de los pueblos devastados por la confrontación bélica. Y porque el militarismo ha conseguido normalizar la preparación de la guerra como algo natural, razonable y sutil que casi no percibimos ni nos afecta.

Precisamente este segundo aspecto, porque la guerra es también su preparación permanente y porque la preparación/propagación permanente de la guerra y la guerra por otros medios (no sólo militares) forma parte del paradigma de dominación y violencia que domina nuestro mundo y estructura sus relaciones de toda índole, debe ser uno de los principales ejes de la lucha antimilitarista y de los esfuerzos por despertar la conciencia de las sociedades adormecidas y de movilizar sus energías y esperanzas hacia la superación de ese paradigma vigente.

Cobra mayor sentido, así las cosas, el esfuerzo del antimilitarismo por desvelar la preparación de la guerra en el plano cultural y educativo, de denunciar las estructuras económicas que propagan el estado de guerra, las industrias militares y la venta de armas, la securitización de nuestras vidas, la asimilación de las ideas de la patria, la banderita, los discursos, los valores machistas y violentos, la historia, . . . y toda la normalización del militarismo en nuestras sociedades y en nuestras vidas.

¿para qué tanto dolor?

Late en el libro la pregunta por el sentido de todo este sinsentido y el protagonista se contesta en diversos momentos:
«todo este ceremonial entre piojos, miseria, hambre, harapos es una pesada broma de locos. Nadie se engaña en el fondo. No hay uno sólo que crea en la necesidad de nada de esto» (Capítulo 5).
Ese horror transforma al testigo de la guerra en un alguien que no es ya el de antes. La guerra no es un aldabonazo ético, como nos la han querido presentar algunos ni la madre de la historia, sino un anonadamiento y un sinsentido que deshumaniza a los hombres en su más radical persona.
«De pronto ve aniquilado lo invulnerable; y en lugar de ser el de antes se queda vacío e inane ante la llanura, poblada de cadáveres». (Capítulo 8).

La guerra nos sitúa en un mundo indeseable y sin vida.
«La llanura pertenece a un planeta que no es el nuestro, un planeta muerto, aniquilado por las furias de un apocalipsis. Silencio y muerte infinitos, sin horizontes, prolongados en el tiempo y en el espacio hasta el origen y el fin más remotos. La forra, blanca; los arbustos, escasos y secos; llanura cruzada por mil caminos invisibles de desolación. Moros muertos, españoles despedazados. La soledad grita al sol en mil destellos sin eco: «Tú irás por Occidente; yo por Oriente, y al final nos encontraremos en un lugar de desventura». Sin un rumor de brisa, sin un pájaro, en el silencio que ahonda la mañana hasta la lividez de la última mañana del universo» (Capítulo 8).

El hombre despersonalizado pierde su dimensión ética y ya no se sobrecoge ante el escándalo de la muerte en guerra ni se duele de la desgracia de las víctimas:
«La indiferencia del sol convierte la tragedia en una cosa tonta y vulgar, sin sentido. Dan ganas de reírse . . . La naturaleza nos tiene inmunizados contra el miedo a la estampa exterior de la muerte, y un cadáver en cueros no sobrecoge el ánimo»(capítulo 7).
La mixtificación de la guerra y de los discursos grandilocuentes con que se justifica trastoca los valores y justifica a los asesinos. Cualquier argumento vale para ello. En el capítulo Dos, tras la sangrienta batalla, el cura lleva los oleos para dar la unción a los caídos. Alguien se pregunta
«Entonces esos . . .
- Desde luego, han salvado el alma.
- Pero algún moro habrán matao, digo yo.
- No importa, ha sido en defensa de la patria.
- Esta tierra, ¿es la patria nuestra o de ellos?
- Efectivamente, la de ellos; pero todo lugar donde alienta un corazón cristiano es la patria de Dios y debemos defenderla contra los infieles.
Hay una pausa y añade el soldado:
- ¡Ah! ¿Entonces esta guerra la ha mandao el Papa?
- No, el rey.
- Y el que obedece al rey, ¿va al cielo?
- Sí, porque el rey tiene una investidura divina.
»

La pregunta surge de todo ello ¿quién es el responsable de todo ello?
«Los que se salven llegarán por milagro a las alambradas de Annual. Y todo bajo la indiferencia del cielo estrellado, tan lejos, ausentes hasta del recuerdo de las personas queridas, hace pensar en un gran error y en un gran responsable. ¿Dónde? ¿Quién?» (Capítulo 5).

Veremos más adelante la respuesta que anticipa el autor Capítulo 8). Lo define como «los que mandan», que no tienen más que vanidad y miedo, ni un sentimiento puro, ni una idea humanitaria, ningún aprecio a la justicia y a la verdad.

La forja (despersonalizada) de un soldado.

Permítanme esta alusión velada al libro de Barea que también conviene leer. Pero no hablamos de la propuesta de Barea y volvemos a Sender y su relato.
Para llegar al extremo de deshumanización que hace posible una guerra, por brutal e injusta quesea, se requiere forjar soldados que actúen como autómatas, que renieguen de sus sentimientos y pulsiones más humanas y que no tengan conciencia, o que la usen para envolver en ella la peor de nuestras estopas y justificar lo injustificable. Serán los ejecutores de las intenciones de los que no se manchan de la sangre que mandan derramar.

Para ello estaba la formación cuartelaria que, dice en el capítulo, es esencial al respecto
«Un año tardó en acomodarse a la vida de cuartel; pero al fin se sintió identificado con la esclavitud, con la torpeza, con la simulación y con la pequeña maldad. Tenía amigos, enemigos, como en su vida anterior, y a la angustia de la vida sin sentido de la disciplina incomprensible
- ¿para qué todo aquello?
- sucedió una blanda e insípida atonía, que se le antojaba, en último recurso, la mejor arma contra el tiempo
».(Capítulo 8).
La mili forja este soldado acrítico (o inmoral en el sentido de sin moral propia), anulando su propia manera de ser y sus valores y cambiándole por completo para la racionalidad militarista. Después, la resignación le hará no protestar la segunda muerte, la de la guerra.

¿«Qué más da morir? ¿quedar tumbado en el camino es lo de menos. En realidad, ha muerto dos veces ya. Cuando entró a filas murió el joven animoso, confiado, de las vastas intuiciones universales, y a estas le sucedieron las pequeñas minucias, las preocupaciones mezquinas y una sensación de acoso y animadversión de los demás. Tampoco era ya el mismo… Dudó de sí mismo, llegó a sentir obsesión de su inferioridad, de su indignidad» (Capítulo 8).

El proceso de formación militar transfigura al soldado,
«Viance vacila, se le encienden los ojos en una expresión de ira que lo transfigura. No es el mismo. Es el hombre que podría ser, quizá el que fue. Pero no. Viance no fue nunca así. Ahora le impresiona el más pequeño escorzo de cada instante: la cara febril del palúdico le produce un dolor casi fisiológico. Blasfema y se limita a decir con acento medio indiferente, medio paternal:
- ¡. . . ánimo, muchacho! Es la mili
» (Capítulo 2)
Autómatas-soldados que, una vez agrupados en ejército, no son más engranajes de una máquina cansada y resignada al servicio de la guerra:
«Ochocientos hombres, mudos, sordos, con el paso resignado de autómatas. La mochila del de delante limita todos los horizontes. No se sabe a dónde va, quizás no vaya a ningún sitio o quizá al fin del mundo. Puede ser que la misión de uno cuando nació fuera andar eternamente (…) El cansancio llega a anestesiar» (capítulo 1).

Y también.
«La tarde es ahora color de miel y en el olvido momentáneo de todo -un olvido tan suave, tan fácil, hundido en la armonía del cielo, del aire, de la propia conciencia virgen- se desean oír las esquilas de la campiña española. Quizás las oye algún soldado en el fondo de esa dramática indiferencia que es el cansancio, pero no solo el cansancio de tres noches en vela, de tres meses casi sin agua, sino de dos mil años de injusticia».
Abruma la descripción que sigue sirviendo para los conscriptos de cualquier guerra y, si me lo permiten, para la singular caterva de donnadies a los que el sistema con sus imposiciones nos sigue reclutando, ahora en la vida civil, para servir de sangre y músculos autómatas a los intereses de los que crean la verdad. También aquí el cansancio llega a anestesiar.

Conciencia.

La regla de juego es la obediencia ciega y la voluntad de matar y dejarse matar. A los que así han sido formados se los llama valientes, pero esa valentía es falsa.
«Aquí no hay valientes, añade el soldado: Efectivamente, los verdaderos valientes hubieran debido comenzar por no venir. Todos han venido por esa cobardía a la que el soldado alude y de la cual, él y yo, debemos olvidarnos»(Capítulo 1).
La obediencia ciega es la perdición de los forados a la guerra, pero, sobre todo, el lubricante del sistema de imposición que mueve los engranajes del militarismo, que funciona gracias a ella. Por eso el militarismo se empeña en imponerla sin importar las consecuencias.

Un soldado herido suplica (Capítulo 5)
«Mi teniente, no es por nada, pero cumplo dentro de tres meses.
- ¿Qué tiene que ver eso?
- Si me curaran, dice el herido, podría salvarme, mi teniente. No merezco morir como un perro, mi teniente.
- Te prohíbo que sigas hablando.
El herido cambia de acento:
- A la orden.
El herido, tumbado en el suelo, arrastra una pierna rota, como de trapo, agarrado a los piquetes de la alambrada
»(capítulo 5).

Es una condenación que siempre ha existido, pero ¿hay remedio? La respuesta aparece como una interpelación que aún hoy es tan necesaria como infrecuente.
«Vosotros los jóvenes, sois los únicos que no estáis envilecidos, que tenéis la conciencia sana y creéis en la justicia, en el bien Dios os ha señalado la obligación de decir la verdad y de meterla, si es preciso, a golpes en la sesera de los viejos. La verdad es la vuestra, no la de ellos. La cabeza de los viejos que mandan allá y aquí y en todo el mundo no tiene más que vanidad y miedo. Ni una idea humanitaria. Ni un sentimiento puro. Y los intereses sembrados alrededor, que son como barrotes de una cárcel. Vosotros los jóvenes podríais haber evitado esto defendiendo a su tiempo las ideas que sólo vosotros sentís sinceramente y que son la verdad del mundo, aunque nadie quiera verlo. Pero habéis preferido someterlo todo a esta maldad y a esta vileza . . .» (Capítulo 9).

El arma de la conciencia, el estímulo que, también hoy, hace falta despertar en nuestra sociedad para conseguir, con la lucha social que conlleva, y de meterla, si es preciso contra la voluntad del poder, en cada rendija de nuestro mundo.
Porque la conciencia también es capaz de transformar al mundo y a las personas. Viance, en su desvalimiento tras el desastre, reconoce su fragilidad y se esconde dentro de un caballo abierto en canal.

«Siente sus propias palpitaciones en las costillas del caballo. ¿Es que quizá su vida trasciende a las vísceras muertas y las anima de nuevo? Siente también que su materia es igual a la que le circunda, que sólo hay un género de materia y que toda está animada por los mismos impulsos ciegos, obedientes a la misma ley. Le invade una vaga ternura, el deseo de hacer el bien y de encontrarlo todo dulce y bueno.
Un escozor en los ojos y lágrimas en sus mejillas. Hace rato que llora. El deseo de llorar es superior a su cansancio, a su hambre y al dolor de las tres heridas»
(capítulo nueve)

Sus guerras y sus mentiras

La denuncia de la guerra y su meta relato de falsedades surge en el libro con contundencia y no menos vigencia para nuestro momento presente.
«En España nadie sabe lo que aquí pasa. De vez en cuando dicen los periódicos: «Nuestros soldados mueren en Africa», pa molestar al Gobierno; pero el pueblo y los ministros ya se han acostumbrado. ¿Bueno, y qué? Aquello está lejos, y en todo caso es la defensa de la Patria. Oye, tú, muchacho: ¿Sabes qué es la Patria? El de al lado lo mira desde lo hondo de las órbitas cárdenas y se encoge de hombros. Insiste Viance, obsesionado. El otro habla, por fin:
— El sargento nos lo dijo de quintos: pero no me acuerdo. Ah, rediós; la Patria no es más que las acciones del accionista. Se lo han dicho el otro día unos obreros catalanes que están en la segunda compañía
» (capítulo 6).

Reniega de la categoría de héroes con los que el relato del poder quiere embaucar a los desgraciados obligados a la guerra
«Nosotros somos lo que en la prensa y en las escuelas llaman héroes. Llevar sesos de un compañero en la alpargata, criar piojos y beber orines, eso es ser héroes. Yo soy un héroe. ¡Un héroe! ¡Un hé-ro-e!». La palabra, al repetirla, pierde sentido y llega a sonar como el gruñido de un animal o el ruido de una cosa que roza con otra » (capítulo 7).

Este relato del héroe forma parte del escenario que oculta los intereses de los señores de la guerra y encubre la sumisión de los «ciudadanos» que «cumplen» su deber. Conocer la trampa nos habilitar para desobedecerla y sustituir la vieja idea de ciudadanos siervos por la de sujetos de derechos y actores protagonistas.
«Nosotros, como los mulos, sólo tenemos deberes cívicos, no derechos. El deber cívico es morir. El Estado nos autoriza a morir para sostener el derecho cívico de unas docenas de seres que son la historia, la cultura, la prosperidad del país, porque el país comienza y termina en ellos.» (Cap. 9).

De primera y de segunda.

Un soldado es malherido por un tiro en la mano y le levanta una loncha de carne en el pulpejo de esta. El soldado se la coloca en su sitio y la pega con papel de fumar mientras siguen en su puesto. El diálogo no deja desperdicio.
«Un tiro de suerte. Si se lo dan a un coronel, lo ascienden a general y le conceden una pensionada. Parece mentira que lleven tanta cuenta de la sangre por ahí arriba y por aquí . . . No acaba de coordinar. Escupe sangre y pregunta . . .» (capítulo 6)

Final.

En mi opinión merece la pena recobrar y releer este texto lleno de denuncia y no menos de actualidad.

También de memoria.

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