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Ghandi

Domingo.10 de febrero de 2008 850 visitas Sin comentarios
Capítulo 9º del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

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Aún sintiéndome mediterráneo por los cuatro costados rara vez me aproximaba a la costa durante mis correrías. Había dispuesto en las grandes mesetas y en los sistemas montañosos de la península mi refugio permanente quizá porque participaba en aquella época de esa conciencia colectiva ultramontana de ser bastión inexpugnable y salvaguarda de valores ante la pérdida de identidad manifiesta que provocaba sin duda la relajación de costumbres y el propio carácter mucho más permeable de las comarcas ribereñas.

En esta ocasión lo había hecho para darme un respiro. Llevaba unas semanas deambulando por ahí como un poseso y podría decirse que fueron mis propios pasos los que determinaron sacarme de mi hipnosis y plantarme por las buenas ante las mismísimas puertas siempre acogedoras de Can Madó. Me sonreí al leer de nuevo la leyenda que colgaba del dintel de la puerta: “Zona desnuclearizada y desmilitarizada”.

Era Can Madó una antigua finca de labranza en el Baix Ebre habitada va ya para treinta años por una comunidad cristiana heterodoxa organizada siguiendo las pautas de vida de Lanza de Vasto, aquel destacado discípulo de Ghandi. Pero retrocedamos en el tiempo:

Había acudido a vender en esta ocasión a las fiestas de un pequeño pueblecito, casi un caserío, situado en las inmediaciones del parque natural de Beceite. Y fue estando a media tarde terminando de montar el chiringuito que se acercó a mirar, alucinado, un grupo aproximado de unas siete u ocho personas, cincuentones quizá o incluso sesentones, uniformados con ropajes blancos de pocas hechuras y semicalzados con unas nimias y rústicas abarcas de cáñamo o material parecido. Parecían sacados de un fotograma de la película Jesucristo Superestar.

Escudriñaron el puesto hasta el más mínimo detalle con sus ojillos risueños: los pañuelos de seda, los inciensos... y como no era momento de gran afluencia de público entablamos conversación. Me contaron que vivían en una casa grande de campo no lejos de allí junto a otros tantos; que poseían animales; huerta; un taller artesano de carpintería; un telar donde confeccionaban la ropa que vestían y otras cuantas cosas más. Me invitaron a visitarles cuando terminasen las fiestas pero yo educadamente en aquella ocasión no consentí. Acaso porque si bien es cierto que normalmente acoplaba mi destino a los avatares del viaje había otras veces en las que incomprensiblemente me cerraba en banda y rechazaba tozudamente cuanto me impidiese proseguir tranquilamente mi trazado. Bueno... y por aquel tufillo a fraile predicador, no he de ocultarlo, que rezumaban aquellos paisanos. Y es que esto último a mí, quizá sea éste el momento de decirlo, desde que me la jugara mojándome el cogote, tan tiernecito aún, aquel clérigo condescendiente frente el baptisterio de nuestra arciprestal, todo lo que a clero atufe aunque de iconoclasta se disfrace me intranquiliza.

Pero pasó el tiempo -dos años quizá- y, estando de nuevo en ruta y habiendo parado a repostar en medio de la noche con la intención de conducir un largo trecho, se me acercó un hombrecillo de aspecto respetable y parecida indumentaria para pedirme por favor que le acercara en lo posible a su destino. No puse inconveniente pues la compañía en estos trances se agradece y fue al sentarse a mi lado que lo reconocí entre los comuneros que conociera años atrás. Noté desde el principio que congeniábamos como si nos conociésemos de toda la vida y hasta empecé a pensar que acaso alguna conexión desconocida estuviese dispuesta entre nosotros esperando el momento. Conversamos pausadamente sobre el verdadero sentido de la vida y la larga noche clara que nos esperaba voló en un tris. Comenzando a amanecer enfilamos por fin el camino de la finca y ya estacionados en la puerta me repitió la invitación que me hiciera años atrás. Accedí aquella vez y fue en buena hora porque resultó ser aquel sencillo portón aparentemente sin importancia una de aquellas entradas misteriosas al Templo que mencionaban los profetas en los libros sagrados.

De puertas para adentro otra era la atmósfera que se respiraba. Habían construido allí con su espíritu de superación personal y su respeto por la vida un remanso de verdadera humanidad: Un paraíso. Habitúeme con el tiempo a visitarles. Tanto que acabé por aprenderme de memoria el calendario festivo de la comarca. Fueron durante toda una época mi refugio espiritual; mi santuario. Me pasaba las horas ayudando en lo que fuere menester; ora en la huerta, ora en la almazara con el burro aquel incansable dando vueltas a la piedra, o amablemente sentado en la gruesa estera de la “sala grande” partiendo almendra en animada conversación. Allí aprendí que la Noria; aquella a la que andaba encaramado tantos años, simbolizaba una fase de aprendizaje: la que necesita de la experiencia personal como referente y que sosiega ese ímpetu juvenil que te incita a zamparte la vida en dos bocados. Y que, como tantas parábolas de tantos otros credos, encerraba asimismo una enseñanza: Que es éste viaje mundano que todos transitamos un círculo perfecto. Y que es únicamente cada paso que andamos en él lo trascendente.