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¿En qué creer si Dios está muerto?

Domingo.15 de diciembre de 2024 118 visitas Sin comentarios
Capítulo 7º del libro «De la pseudociencia a la conspiración: Un viaje por la espiritualidad New Age». #TITRE

«De la pseudociencia a la conspiración. Un viaje por la espiritualidad New Age»
Pablo San José Alonso.

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La teoría social de la conspiración... es una consecuencia de la desaparición de Dios como punto de referencia, y de la consiguiente pregunta: «¿Quién lo ha reemplazado?»
Karl Popper, Conjectures and refutations.

Al abordar los epígrafes anteriores, ya hemos esbozado algunas de las razones coyunturales, existenciales, sociales o psicológicas que impelen a ciertas personas hacia el tipo de aproximación a la realidad que venimos analizando. Hablábamos de situaciones de crisis, general o personal, de cambios de tipo sociológico o de determinados tipos de personalidad. Ahora vamos a profundizar más en dicha cuestión tratando de responder con mayor precisión a la pregunta ¿por qué hay gente predispuesta a creer en la pseudociencia y en las teorías de la conspiración?

Un dato significativo tiene que ver con el agotamiento de las religiones tradicionales. Éstas, en Occidente, viven hoy un gran descrédito, incesantemente acosadas por la mentalidad racional y materialista que, de unas formas y otras, predomina en la actualidad en los espacios decisivos de la sociedad, especialmente los centros de poder político, cultural y académico, y sus atalayas comunicativas. De tal forma, cualquier tipo de religión tradicional tiende a ser contemplada desde el exterior de ella misma como una suerte de atavismo: algo atrasado, ridículo y, en todo caso, impropio de una persona moderna y actual.

Por otra parte, las instituciones religiosas, víctimas del peso de su propia tradición: de sus rigideces, dogmatismos, normatividad…, o de su compromiso histórico con poderes políticos que se entienden superados, también sufren desgaste a causa de su incapacidad de cambio y adaptación, sobre todo en tiempos en los que la evolución social sucede a velocidad alta y creciente.

Así, las religiones quedan reducidas a un conjunto de pequeños enclaves, cada vez más menguados, completamente rodeados por un modelo de sociedad que nada tiene que ver con ellas y que las contempla con displicencia y hostilidad. Que, en el mejor de los casos, las tolera hasta cierto punto como una expresión más del derecho a la pluralidad y la diferencia en el seno de una sociedad posmoderna.

En tiempos anteriores la religión era una institución central de la sociedad, en torno a la cual se articulaba la comprensión de la realidad de la práctica totalidad de la población, especialmente en lo tocante a cuestiones existenciales y trascendentes, las cuales eran abordadas desde una perspectiva de tipo espiritual. Al producirse, como hemos señalado, su paulatina retirada, no emerge en su lugar una instancia nueva capaz de centralizar lecturas de la existencia en clave espiritual y dotarlas de una articulación institucional. Para muchas personas esta realidad supone un problema ya que, por unas y otras causas, no están preparadas para vivir una vida carente de razón trascendental. Tal hecho se agudiza en el contexto de una sociedad que no se fundamenta en la comunidad o la colectividad, sino en lo individual: cada cual escribe su propia historia y recorre su vida tratando de construir (no siempre con éxito) una personalidad concreta vinculada al todo social. Camino que, a diferencia de otras épocas, el individuo ha de transitar desprovisto de cualquier tipo de certezas, así como de referencias morales claras y reconocibles, y ha de hacerlo en un contexto social que, además, tiene un carácter inestable y cambiante. Como dicen algunos expertos, vivimos en un mundo secular en el que nadie sabe en qué creer pero donde la gente aún no está preparada para confiar exclusivamente en explicaciones materiales y, por ello, trata de encontrar creencias espirituales de carácter novedoso. Por así decirlo, hay carencia, hambre de espiritualidad, y ello provoca que muchas personas sean propensas a aceptar determinadas teorías que enmascaran la dura realidad con una pátina de «encantamiento», de desafío epistemológico a la vida inestable, indefinida, autolimitada, mecanicista y prosaica que es característica de este momento concreto de la historia de Occidente.

Por ello, quienes navegan por su vida envueltos en emociones de insatisfacción, frustración y desorientación serán terreno abonado para el florecimiento de todo tipo de teorías de corte místico. De hecho, al decir de algunos estudiosos, la amenaza psicológica que supone la posibilidad del fracaso personal es lo que empuja a muchos individuos a abrazar interpretaciones conspirativas de la realidad. Se trata de personas a quienes su, siquiera parcial, falta de adaptación al mundo en el que viven les vuelve desconfiadas e inconformistas. Inadaptación o falta de integración que, por otra parte, dadas las insuficiencias del modelo social imperante, no está de más señalarlo, no siempre ha de juzgarse en forma negativa. Tales individuos, en todo caso, serán propensos a acoger cualquier teoría, solo por ello, que confronte el pensamiento dominante o que pretenda evidenciar sus aparentes debilidades, contradicciones y falsedades. Especialmente (aunque no siempre) cuando dichas teorías se adornen con ropajes de corte espiritual; la vida llena de misterio y posibilidad al alcance de todos, más allá de las «terrenales» y acotadas explicaciones oficiales. Iniciada esta dinámica, sus sujetos tenderán a desarrollar sesgos en los que encajan a la perfección las lógicas expuestas. La retroalimentación hace el resto.

Dotarse de una ideología determinada supone un esfuerzo de conocimiento de la realidad, un procesamiento consciente de los datos obtenidos y, también, la acción de automatismos mentales que operan en el subconsciente. Esta definición sirve para toda persona y para toda ideología. En el caso de individuos con convicciones de tipo conspirativo y pseudocientífico ese proceso de la mente, a su vez, está influido, determinado en ciertos casos, por una serie de necesidades: encontrar una relación más satisfactoria con uno mismo, sentirse parte de un grupo social y, por lo tanto, no aislado o solo, o la de comprender un mundo que se percibe poco definible y amenazante y, de alguna manera, poder estar a salvo de sus peligros. Así, quienes se experimentan como pequeñas piezas de una enorme y compleja máquina en marcha hacia no se sabe bien dónde, tenderán a desarrollar sospechas y a pensar que hay personajes concretos manejando los hilos en la sombra en pro de sus intereses. El hecho es que para mucha gente resulta tranquilizador el pensamiento de que existe una conspiración, una poderosa mano negra controlando el devenir de los acontecimientos. Igualmente que en otros tiempos dicha facultad se atribuía a Dios, la providencia, y a su proyecto para la humanidad. Porque lo que realmente desazona e intranquiliza es la posibilidad de que no haya ningún agente ni ninguna estrategia, que todo suceda de forma caótica, espontánea e imprevista.

Por otra parte, en algunos casos, tras la apuesta por el pensamiento conspirativo y pseudocientífico podemos hallar la respuesta a otra necesidad propia de nuestros tiempos: la distinción personal. No es que en otras épocas las personas no experimentasen la necesidad y la tentación de ser aplaudidas y admiradas por los demás, pero en la actual sociedad del individualismo, de la ideología del éxito personal y de la cultura del espectáculo, la satisfacción de dicha pulsión se vuelve de obligado cumplimiento.
Según destacan numerosos sociológos (Han tiene varias obras dedicadas a ello) (1), hemos llegado a un punto en el que la sobreexposición mediática que padece la mayoría de la población en las sociedades occidentales provoca que muchos individuos desdoblen su personalidad en dos: la real y la virtual. Es principalmente en este segundo «perfil» donde las personas de la sociedad tienen las mejores oportunidades para proclamar ante el mundo sus cualidades individuales: sean las fotografías que de-muestran la riqueza y exhuberancia de las experiencias de su vida particular, sean sus puntos de vista agudos, diferentes y originales. En el pulso mediático para evidenciar mayor sabiduría en aquellos temas que en cada momento están de moda, en ciertos ambientes resulta exitoso proclamarse una suerte de enfant terrible del mundo cibernético: alguien original, que se desmarca del pensamiento dominante y es capaz de advertir el engaño tras cada explicación «oficial», así como de descubrir y enunciar la teoría «verdadera». Cuando el tema en cuestión deja de ser una rareza solo comentada por una exigua minoría y gana proyección mediática, no faltan quienes se apuntan al «caballo ganador» contribuyendo a la difusión de la teoría alternativa. Esta dinámica resulta en una preocupante (2) divulgación de todo tipo de teorías no demostradas cuya única virtud consiste en mejorar las cuotas de reconocimiento virtual de quienes las sostienen.

Por último, otro factor a tener en cuenta, éste más concreto, es que las pseudociencias, especialmente las relacionadas con la salud, son capaces de generar expectativas y esperanzas allá donde la ciencia empírica no es capaz de llegar o, por falta de suficiente validación, no se compromete a hacerlo. Es decir, al prometer soluciones sencillas, directas y accesibles a los problemas, poseen la facultad de convertirse en el refugio, la ilusión a la que agarrarse, de personas que se encuentran en dificultades de entidad.
Aunque lo más común es que quienes poseen fe en este tipo de remedios, más que por concretos problemas de salud, la tengan por las causas de disidencia epistemológica que hemos enunciado arriba. De hecho, su adhesión a las teorías pseudocientíficas rara vez llega a ser absoluta y la inmensa mayoría de personas que las secundan, en caso de problemas físicos de entidad, no dudan en acudir a los medicamentos, galenos y hospitales de la medicina «oficial» que tantas veces han desconsiderado con epítetos como «alopática», «yatrogénica», «envenenadora», etc. En realidad, la disidencia, en su vertiente práctica, queda reservada para dolencias menores que, por lo común, remitirían más tarde o más temprano, incluso aunque no se aplicase ningún tipo de tratamiento. Es decir, la denuncia, la pública batalla se plantea en un terreno, más teórico que práctico, en el que poco o nada hay en juego. Todavía más sencillo resulta defender de forma estentórea una teoría pseudocientífica cuando se trata de materias puramente teóricas que nada tienen que ver con las circunstancias materiales de la vida de nadie. En este caso generar la duda y pregonar el disenso, por así decirlo, sale gratis; no requiere demostraciones ni acciones coherentes.

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1- Por ejemplo, Byung-Chul Han, La Sociedad de la Transparencia. Ed. Herder. Barcelona, 2013.

2- «...Un extendido afán de disidencia y de heterodoxia, inoportuno y mal entendido, tan popular en los países ricos… (…) ...y se busca el confort en las creencias que refuerzan nuestros prejuicios ideológicos. Un síntoma más, entre tantos que empieza a ofrecernos la vida política, de que la racionalidad se está convirtiendo en un lujo al alcance solo de los que pueden permitirse el esfuerzo de aspirar a ella y preservarla., y de que en algunos lugares del mundo empieza a escasear de forma preocupante. (…) No vienen tiempos fáciles».
Antonio Diéguez. Vulnerabilidad en la época de la ciencia. Apuntes sobre la pandemia. Revista de La Sociedad de Lógica, Metodología y Filosofía de la Ciencia en España. Especial: Filosofía en tiempos de pandemia. Enero 2021.

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