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El problema de la naturaleza

Domingo.12 de enero de 2025 0 visitas Sin comentarios
Capítulo 9º del libro «De la pseudociencia a la conspiración: Un viaje por la espiritualidad New Age». #TITRE

«De la pseudociencia a la conspiración. Un viaje por la espiritualidad New Age»
Pablo San José Alonso.

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Un nuevo aspecto que conviene reseñar tiene que ver con la visión antropológica de la espiritualidad New Age. Ésta tiende a sublimar a la naturaleza, interpretada mediante formas idealizadas, al tiempo que posee una visión muy negativa del ser humano en sí y, especialmente, del cuerpo social. De tal modo desarrolla una suerte de mística que atribuye todo tipo de virtudes innatas, a menudo de tipo espiritual, a cualquier realidad existente libre de la intervención humana; sean plantas, animales, minerales (1), ecosistemas, o el conjunto de la naturaleza tomado como un todo. Como contrapartida, distinguiéndose muy poco en esta cuestión de la teología católica clásica que comprendía al ser humano como foco de maldad a causa de la contaminación del «pecado original», desconfía, recela, desprecia y desconsidera a la humanidad, especialmente comprendida como «otros» seres, diferenciados del propio individuo New Age y su entorno más inmediato. Así, establece una especie de dualidad maniquea entre lo «natural» y lo «artificial», lo «biológico» y lo «químico», lo «ecológico» y lo «industrial», lo «integral» y lo «procesado», etc.

Para la cosmovisión New Age el ideal de «naturaleza» es una referencia máxima. Plena de lógica y trascendencia, deviene un ser consciente de sí, dotado de razón existencial y espiritual. En ella todo tiene sentido y todo ocurre «para bien»; sea el nacimiento de una planta o un cachorro, sea una inundación, una plaga, un incendio provocado por una tormenta, un fuerte terremoto o la erupción de un volcán. La naturaleza, así, se convierte en un ente de carácter casi sagrado, carente de factores destructivos. En dicho mito solo sobra un ser, y es el ser humano. De esta forma, la naturaleza, comprendida como un gran ser vivo de carácter personal, es un sujeto dinámico y racional cuyo orden y equilibrio también integra los numerosos cambios y evoluciones causadas por sus numerosos componentes orgánicos e inorgánicos. Sin embargo, si cualquiera de dichas alteraciones tiene un origen humano, ello supone siempre una agresión a la naturaleza, una intervención ilegítima que pone en riesgo sus procesos, y merece reproche moral. Cabe tener presente la gran similitud entre este planteamiento y las propuestas del capitalismo ultraliberal, para el que la intervención de las autoridades humanas en la economía resulta perjudicial, siendo el natural fluir del «mercado» desprovisto de regulaciones, quien asegura la prosperidad. Al igual que la naturaleza es sabia, el libre mercado también lo es.

En las visiones más extremas de este paradigma, no se concibe una ecología de la que el hombre pueda formar parte: salvo el propio sujeto New Age, ningún tipo de expresión humana tiene derecho a participar en su proyecto ideal de vida natural, el cual consiste en dejar a la naturaleza actuar según su propia dinámica, apartando al ser humano de la misma. El humano, así, es contemplado como un ser nocivo para el planeta; una suerte de parásito destructor que, según las mentalidades más distópicas, debería disminuir drásticamente su presencia e incluso llegar a extinguirse (2). De hecho, ciertas circunstancias catastróficas para la humanidad como, por ejemplo, la devastación de un terremoto o los efectos de una sangrienta guerra suelen juzgarse desde la indiferencia que proporciona valorar el sentido de la existencia de la especie humana desde la citada clave. En dicha tesitura, y ésta no es una actitud exclusiva del New Age, adquiere una cualidad moral superior la vida, el bienestar o el sufrimiento de un animal con el que se empatiza emocionalmente (ello ocurre especialmente en el caso de mascotas) que la integridad de cualquier ser o colectividad humana.

Sí existe una realidad humana que el sujeto New Age considera con aprecio, y está referida a lo que se conoce como el mito del buen salvaje. Es decir, la idealización romántica del ser humano que ha logrado la plena armonía con su entorno natural. Una suerte de entelequia que trata de imaginar modelos sociales bien imbricados en la naturaleza: sean remotas sociedades de cazadores-recolectores, sean extintas sociedades rurales minifundistas. Es decir, formas de vivir en sociedad de las que el individuo New Age solo está vagamente informado y que, en todo caso, más allá de alguna concreta opción personal de vida neorrural, permanecen lejanas y perfectamente fuera de su alcance.

Porque, en realidad, las personas que piensan, imaginan y creen en toda esta serie de ideas padecen el serio problema de la imposibilidad de su realización. La inmensa mayoría de quienes han mitificado el ideal «naturaleza» son individuos perfectamente integrados en las ciudades que habitan, beneficiarios de los diversos insumos (energía, transporte, alimentación...) procedentes de la depredación a gran escala del medio natural y tan consumidores como cualquier otro del sinfín de artículos de elaboración industrial que determinan la vida cotidiana de las poblaciones de Occidente. La disonancia cognitiva aquí se da a una escala de gran entidad produciendo todo tipo de situaciones de incoherencia. Es común, por ejemplo la opción por la defensa de los árboles, una suerte de fetiche para muchos urbanitas; que no se talen, que no se poden, que se castigue severamente a los «pirómanos». Cuando, precisamente, la masa forestal es un recurso que la propia naturaleza renueva sin cesar con o sin intervención humana. Y cuando, por ejemplo, muchos de esos defensores de la vida arbórea cada año realizan viajes vacacionales en avión contribuyendo notoriamente a la emisión de los gases de efecto invernadero que terminan siendo funestos para la vegetación del planeta. Quienes, pongo otro ejemplo, abogan porque no se sieguen las hierbas que crecen en los alcorques de los árboles de ornamentación urbana, ya que son hierbas «naturales»; que la práctica totalidad de superficies que contemplan y por las que circulan a diario más allá de esa mínima vegetación herbácea sean baldosas y asfaltados no parece preocuparles en demasía. Defensores a ultranza del mundo animal que condenan a sus mascotas a residir de por vida entre cuatro paredes, consumiendo alimentos ultraprocesados y con su sexualidad castrada. Los ejemplos serían innumerables.

Esta antropología tan negativa, antihumanista, parte de una gran desconfianza en el ser humano en sí y en la propia historia de la humanidad. En anteriores epígrafes hablábamos de la inadaptación social, la insatisfacción, el fracaso personal o la crisis vital como factores psicológicos que están en la base del pensamiento New Age. Resulta lógico que este sustrato emocional y las experiencias personales que hay detrás de él se traduzcan en una visión muy negativa y recelosa de los seres humanos y de la sociedad. En un «cuanto más conozco a los hombres más amo a mi perro». Y en su contrapartida; la idealización o sublimación de toda aquella otra realidad teórica de la que los humanos no forman parte. Por ello, entre otras razones, la espiritualidad New Age renuncia a la denuncia social o a cualquier tipo de propuesta política o comunitaria de carácter global. Así, enfoca sus inquietudes y energías hacia la pequeña comunidad de afines, pero sobre todo hacia proyectos de tipo individual en los que sea posible desarrollar toda clase de esfuerzos de armonía «holística» y «crecimiento» personal libres de la nociva influencia de los congéneres y de la propia sociedad.

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1- La homeopatía, por ejemplo, fía su creencia en la supuesta virtualidad del agua para retener y transmitir todo tipo de principios activos en altas diluciones mediante su no menos supuesta capacidad de «memoria».

2- «Las nuevas complacencias misantrópicas que minusvaloran seriamente a los seres humanos afirmando que Gaia puede prosperar sin ellos son tan estúpidas como despreciables. (…) La insidiosa devaluación de los logros humanos que promueven las ecologías místicas va acompañada de un odio por todo lo que es específicamente humano: un odio a la razón, a la ciencia, el arte y la innovación tecnológica en casi todas sus formas.» Murray Bookchin, La Ecología de la Libertad. Ed. Nossa y Jara. Madrid, 1999.

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