El Nacionalismo del Ejército Español: Límites y Retóricas - Tortuga
Administración Enlaces Contacto Sobre Tortuga

El Nacionalismo del Ejército Español: Límites y Retóricas

Martes.2 de septiembre de 2008 2321 visitas - 3 comentario(s)
Pedro Oliver Olmo #TITRE

El Nacionalismo del Ejército Español: Límites y Retóricas

Pedro Oliver Olmo

“¿Juráis por Dios o prometéis por vuestra conciencia y
honor cumplir fielmente vuestras obligaciones militares, guardar y
hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado,
obedecer y respetar al Rey y a vuestros jefes, no abandonarlos nunca
y, si preciso fuera, entregar vuestra vida en defensa de España? (…)
Si cumplís vuestro juramento o promesa, la Patria os lo agradecerá y
premiará, y si no, mereceréis su desprecio y su castigo, como indignos
hijos de ella” (Actual fórmula española para la Jura de Bandera)


“Vais a la muerte con alegría
Con el galope de la Caballería,
Y un grito pone fin a la hazaña
Con nuestro lema:
¡SANTIAGO Y CIERRA ESPAÑA!”
(últimos versos del actual Himno de Caballería)

Si partimos de que el nacionalismo español arrastra problemas terminológicos que lo obligan a resistir y a cambiar, deducimos que no es sino resistencia retórica lo que revelan algunos mensajes recurrentemente emitidos en los ámbitos de las fuerzas armadas. De forma sintomática, la tendencia cultural a “estatalizar” y “desnacionalizar” el lenguaje político (y el normativo, incluyendo el de la Constitución)2, ha tenido una de sus más elocuentes excepciones en el discurso militar desde la transición a la democracia.
No ha sido precisamente en los cuarteles donde más se han oído las expresiones
“Estado español” o “este país” para eludir la palabra “España”.

Son señales de un fenómeno cuando menos chocante en el universo de los nacionalismos
de Estado, el que podíamos enunciar diciendo que el ejército español ha ido
encontrando serias limitaciones a la hora de actuar como instrumento de nacionalización.
Eso nos obliga a observar el nacionalismo español del ejército en su dimensión
práctica, rutinaria y adaptativa, yendo más allá de la mera reproducción lingüística de
esa cierta ideología españolista que suele expresarse de forma muy vehemente en los
cuarteles, quizás porque el militar se ofrece como el más predispuesto de los metalenguajes
de Estado a mezclar, en un único campo semántico, el patriotismo de los sentimientos
identitarios y el nacionalismo de las creencias irrenunciables.

Los ejércitos como instrumentos de nacionalización

Dada la gran importancia que para la cultura militar adquiere el legado de sus
ideales más clásicos –el honor, la valentía, la disciplina, la obediencia y la entrega inobjetable
del soldado en los campos de batalla-, las fuerzas armadas logran en tiempos de
paz, como ningún otro subsistema estatal, reproducir de forma fríamente rutinaria el
discurso nacionalista más caliente. Es bien sabido que, aunque las ordenanzas obliguen
a la sencillez de los protocolos militares, los ejércitos nacionales dedican mucho tiempo
y muchos esfuerzos humanos y materiales a cumplir tareas preferentemente ceremoniosas,
desde el arriado e izado de estandartes y enseñas hasta distintos tipos de honras fúnebres
dedicadas “a los que dieron su vida por la patria” o murieron en intervenciones
humanitarias, y a toda una gran variedad de paradas y desfiles conmemorativos, juras de
bandera, revista de tropas, entrega de despachos y medallas, fiestas religiosas castrenses,
y rendición de honores a autoridades civiles o militares y a instituciones o símbolos
representativos del Estado. Casi siempre se entonan himnos con resonancias guerreras y
arrebatadas alabanzas a la nación, incluso en estos tiempos posmodernos en los que la
mercadotecnia pretende mejorar la imagen de los ejércitos.

Para llevar a buen término ese tipo de representaciones se suelen usar al menos
cuatro recursos muy sencillos, normalmente disponibles en cualquier establecimiento
militar: la voz de mando, el himno nacional, la bandera nacional y los cañones de los
acuartelamientos del ejército de tierra, las bases aéreas y los buques de la armada. Así
rinden honores los ejércitos españoles al rey, a los miembros del Estado Mayor de la
Defensa, a las altas magistraturas del Estado, a otras autoridades nacionales y extranjeras,
a la bandera nacional y al Santísimo Sacramento3.

Nada de esto es extraordinario ni mucho menos singular a la luz de las rutinas
nacionalizadoras que practican los Estados. Es verdad, dentro del universo de representaciones
identitarias de los Estados-nación contemporáneos, las ceremonias militares
siempre han reproducido significados nacionalizadores; de hecho suelen ser las fuerzas
armadas las instituciones que más ostentación hacen de los principales identificadores
simbólicos de la nación (fundamentalmente la bandera y el himno). El ritual y los discursos
de los ejércitos nacionales aportan, ora de forma intermitente, ora regulada, ora
sobrevenida por catástrofes y estados de alarma, la inevitable presencia de la cultura militar en la producción y reproducción de ese “nacionalismo banal” que despliegan los
Estados-nación aún a costa de negarlo4.

A diferencia de lo que ocurre con otras instituciones estatales, las fuerzas armadas
desarrollan con mucha más ostentación las políticas nacionalizadoras a la vez que
las ideologías nacionalistas. Son dos vertientes por las que se despliegan los flujos del
nacionalismo de Estado. Hacia un lado, el nacionalismo tácito que resulta de sus funciones
legales, a veces atemperado, a veces algo más ostentoso, pero casi nunca vehemente.
Y hacia el otro, la retórica nacionalista, la cual, a través de ritos y proclamas de
adhesión inquebrantable, y echando mano de algunas interpretaciones primordialistas de
las esencias nacionales, puede llegar a denotar altos niveles de fanatismo en la adhesión
a valores supraindividuales como el de la patria, algo que, por cierto, se viene denunciando
desde cierta tratadística y sobre todo en el campo de poder mediático y en el de
la lucha política, como un rasgo distintivo de los nacionalismos sin Estado radicalmente
separatistas y excluyentes (así se suelen expresar quienes, al atacar a los nacionalismos
independentistas desde posiciones presentadas como institucionalistas y constitucionalistas,
o quizás europeístas e incluso internacionalistas, escamotean su defensa del nacionalismo
de Estado).
Lo cierto es que en la estructura profunda de los discursos militares se produce
una total identificación entre patriotismo y nacionalismo de Estado.
Además, no parece
otra cosa que nacionalismo caliente lo que se desprende de las anacrónicas letras de los
himnos militares, de la resonancia simbólica de la enseña nacional que se coloca para
que ondee sobre el desfile de las tropas y el despliegue de las maquinarias de guerra, del
sentido de los discursos de las autoridades civiles y militares e incluso religiosas que
presiden los actos, y del carácter ritual de las encendidas arengas que los mandos militares
dirigen a soldados y marineros, sin olvidar la función propagandística de los relatos
de los cronistas oficiales y hasta de los periodistas desplazados para dar cuenta del evento.
Todo el ceremonial habla de unos valores tácitamente presentados como comunes a
toda la población, lazos primordiales que unen a todos los compatriotas por encima de
los derechos individuales, compromisos en todo caso esenciales para la pervivencia de
la nación frente a sus enemigos potenciales y reales, internos y externos.

Ahora bien, el prontuario de simbolismos nacionalistas no es sino un rasgo más
de la naturaleza nacionalizadora de los ejércitos estatales, refrendada por las leyes y las
ordenanzas, y ejercida cotidianamente en una proceso de construcción permanente que
ha ido cambiando con los tiempos. De hecho, continúa mudando de aires en el siglo
XXI, a través de un proceso de reciclaje discursivo ciertamente banalizador, porque crea
una nueva cultura de defensa capaz de solapar los objetivos de la profesionalización y la
tecnificación de las fuerzas armadas con los de la búsqueda de la comprensión ciudadana
hacia el gasto militar, y presenta las estructuras militares con cometidos específicos
pero no únicos en las estrategias globales de la defensa nacional, dentro de un nuevo
paradigma de seguridad entendida de forma integral, hacia el interior (incluso a través
de los cometidos policiales de algunas unidades militares completamente novedosas), y
hacia el exterior, con las llamadas misiones internacionales de paz.

Así se entiende todavía mejor que, más allá de la significatividad -bien débil o
bien fuertemente nacionalista- de los actos pomposos, con el hecho mismo de visibilizar
su propia existencia y presencia en el territorio, en los medios de comunicación y entre
la gente, en las calles o en los colegios y en las universidades, a través de campañas de
publicidad, las fuerzas armadas, además de procurarse recursos humanos, apoyo social y
hasta reconocimientos académicos, contribuyan a cotidianizar el nacionalismo propio de
los Estados-nación5. Con ese tipo de actuaciones, más allá de la intermitente ceremoniosidad
(que también), se logra naturalizar la existencia misma de los ejércitos y se hace
imperceptible el hecho de que en sus prácticas y rituales los ejércitos reproducen un
determinado nacionalismo ideológico estatuido, por ejemplo, a través del blindaje jurídico
contra eventuales reclamaciones independentistas. El nacionalismo rutinario de los
ejércitos estatales contribuye a naturalizar entre la ciudadanía –en términos weberianos-
la “creencia en la legitimidad” del orden establecido, lo que suele traducirse en aceptación
tácita del inmovilismo frente a propuestas de modificación de la estructura territorial.
No obstante, la lógica aparente que interioriza la aceptación acrítica de este tipo de
naturalizaciones hace agua en Estados-nación con conflictos identitarios y problemas de
estructuración del modelo territorial. En ellos no se percibe a los ejércitos estatales como
cuerpos representativos de la nación. Cuando eso ocurre necesitamos salir del ámbito generalizador de los procesos-tipo para particularizar la explicación. Sin ir más lejos
a propósito de España.

El ejército de la democracia reproduce la ideología nacionalista incluso con
muestras vehementes de resistencia retórica españolista, pero también la instituye de
forma más difusa a través de sus prácticas cotidianas, adaptándose a las necesidades y a
los escenarios de las nuevas políticas geoestratégicas tras el fin de la guerra fría, mientras
sigue afrontando ciertas limitaciones que le impiden naturalizarse como herramienta
de nacionalización. Como se verá más adelante, el caso español se explica por la excepcionalidad
de la transición militar que resulta del modelo reformista de transición política
desde el franquismo a la democracia. Pero si atendemos a la persistencia de las dificultades
que el ejército encuentra para naturalizarse como herramienta de nacionalización,
entonces debemos plantearnos más matices: en primer lugar, las limitaciones nacionalizadoras
de las fuerzas armadas españolas están relacionadas con el hecho político
del enfrentamiento entre fuerzas nacionalistas estatales y fuerzas nacionalistas subestatales;
y en segundo, con el bajo nivel de conciencia social en relación a la necesidad de
la defensa nacional a comienzos del siglo XXI, todavía sesgado por la memoria y la
percepción social que sobre el ejército y la cultura militar se ha ido construyendo en
España.

El 25 de mayo de 2004, compareció en el Congreso el ministro de defensa, José
Bono, para exponer su idea de ejércitos para la paz, volcados en misiones de intervención
humanitaria y en garantizar la integridad de España. En palabras del ministro, las
fuerzas armadas debían obtener reconocimiento y apoyo social. Estaba admitiendo que
ese objetivo aún no se había logrado: “les comunico que es parte de mi empeño conseguir
que nuestras Fuerzas Armadas sean cada vez más conocidas, más comprendidas y
mejor valoradas”. Bono, al pensar en las trabas que tenía que superar, tuvo que hacerse
eco de la baja conciencia de defensa nacional de los españoles: “Me ha llamado la atención
la sorpresa que produce en algunos profesionales extranjeros de la milicia la tercera
prioridad fijada en la Directiva de Defensa Nacional 1/2000, ‘Fomentar la conciencia de
la Defensa entre la sociedad española’. No alcanzan a comprender que los españoles
tengamos necesidad de recibir explicaciones acerca de la necesidad de poseer, financiar
y defender a nuestras FFAA. Una excursión por nuestra, ya no tan reciente historia política,
serviría de explicación. No entraré en ello”. Sin embargo, a todas luces es necesario
entrar para entenderlo.

El encastillamiento de los militares españoles y sus consecuencias tardías

En la creación y desarrollo del nacionalismo moderno la cultura militar ha desempeñado
un papel muy importante en España6, interpretado incluso en clave progresista
por la historiografía más autorizada. Eso es lo que habría ocurrido durante el siglo
XIX a través de dos grandes e inversos procesos que afectaron a la imagen de los ejércitos
y a sus relaciones con la sociedad: si bien en el largo camino de pronunciamientos
habían enarbolado la bandera de la soberanía nacional y desempeñado –con todas sus
limitaciones- un importante papel en la creación del Estado liberal y en la consecución
de sus objetivos nacionalizadores, a finales de la centuria el ejército de la Restauración
ofrecía señales de un encastillamiento que enfrentaba o, cuando menos, alejaba al personal
militar de la sociedad civil.

Cuando el ejército español entró en el siglo XX ya no cumplía sus funciones
como instrumento nacionalizador. A diferencia de lo que ocurría en otros países europeos
en los que los ejércitos pudieron ser auténticos vehículos de los procesos de nacionalización,
desde el Sexenio Democrático había ido perdiendo “toda capacidad de identificarse
con el cuerpo nacional7. Sus funciones nacionalizadoras ofrecían un balance de
fracasos que se fueron agudizando hasta la fatal división interna de 1936. Después de
aquel golpe militar fallido y de la guerra civil que desencadenó, el ejército español acabó
siendo uno de los pilares más importantes de la larga dictadura de Franco. En gran
medida, durante cuatro décadas, la soberanía nacional fue propiedad del dictador y de su
ejército. La retórica del franquismo construyó un nacionalismo español que, aunque
añadía algunas novedosas distorsiones historicistas con el fin de justificar la violencia
de su propia fundación como régimen, en líneas generales continuaba la retórica españolista
que se había gestado desde finales del siglo XIX.

Aunque es cierto que cuando era formulado como regeneracionismo también influía
en la izquierda, desde 1898 el nacionalismo español acabó asociado a planteamientos
conservadores: junto con (y frente a) la eclosión de los nacionalismos políticos vasco
y catalán, en las representaciones lingüísticas del nacionalismo español se empezó a
observar una suerte de alianza semántica del ejército con la monarquía y con la iglesia.
Presentados como las tres esencias históricas de la España eterna, acabaron transformados en tópicos del lenguaje político de las derechas que transitaron desde la dictadura de
Primo de Rivera a la caída de la monarquía y a la instauración de la república, un régimen
democrático que al fin daba oportunidades a los nacionalismos vasco y catalán,
permitiéndoles el acceso al autogobierno en sus respectivos territorios. Más tarde la
guerra civil sería narrada por sus vencedores como una guerra justa de la “España eterna”
de la cruz y la espada contra la “anti-España” de las ideas ateas, separatistas y extranjerizantes,
una cruzada gloriosa en la que el ejército y la iglesia prefiguraba su futuro
como auténticos pilares de la “monarquía” de Franco.

Con Franco como generalísimo continuó el proceso de encastillamiento de los
militares españoles. Pero, indudablemente, tras la demostración de fuerza en la guerra y
con el importante papel que había jugado en la represión de posguerra, el poder coactivo
que proyectaba el ejército se había agigantado. Tal y como se desprende de lo que ha
venido destacando la historiografía especializada –J. Busquets, J. C. Losada, G. Cardona,
J.A. Olmeda, etcétera-, el ejército de Franco conservó hasta el final esa función primigenia,
la de pilar del régimen y guardián de su propio pueblo; sin embargo, junto con
su sempiterno aislamiento, también sufrió cambios importantes que favorecieron tanto
la modernización como la reforma militar8.

Tras la muerte del presidente Carrero Blanco, durante un período que a la postre
resultó ser decisivo, sobre todo el de los años 1975 y 1976, además de los primeros meses
de 1977, el hecho de que los mandos más continuistas no supieran calibrar la realidad
del tímido alcance de aquello cambios, posiblemente les llevó a sobredimensionarlos
y a temerlos como riesgos graves para la integridad del propio ejército, lo que acentuaba
su aislamiento autodefensivo y las respuestas erráticas. Pero más allá de lo que
podía representar la verdadera representatividad de la UMD, e incluso salvando la evidente
desigualdad en la relación de fuerzas entre la oficialidad y el pequeño grupo de
seguidores de lo que representaba Díaz Alegría, la división interna era evidente y significaba
que también en el seno del ejército franquista había gente dispuesta a liderar el
proceso de autotransformación del régimen. Y todo ello con el añadido de que la idiosincrasia
de ese ejército metido en los cuarteles se convertía ahora en un buen recurso
ideológico para primar la despolitización de los mandos militares. En definitiva, la
combinación de ambos factores -el del aislamiento y el de los cambios aperturistas que había exigido la necesidad de modernización al menos tras el convenio de 1953 con
EEUU- ayudaba a explicar el resultado de la adaptación del ejército al proceso de transición
democrática.

Las continuidades y los cambios en la política militar española durante el proceso
de transición política ayudaron a dilatar el síndrome de encastillamiento de los militares
españoles, lo que explica que la institución militar no pudiera normalizar del todo
su función social como instrumento nacionalizador, más allá de la asunción formal de
las atribuciones constitucionales que se le asignaron, y de la reproducción de discursos
cargados de una clara ideología españolista. Aplicando la teoría de sistemas se deduce
que el ejército, junto con el rey Juan Carlos I (el nuevo mando supremo al que transfieren
la lealtad que habían otorgado a Franco), actuaron durante el período preconstitucional
como dispositivos autoperpetuadores de las estructuras de un Estado en proceso
de reconversión, a través de la propia legislación franquista, desde la que Suárez dinamizó
el modelo de reforma política que quedó resumido con la expresión “de la ley a la
ley”9. Esto ha sido interpretado por los analistas de forma diferente.
Si la historiografía del ejército durante esos años destaca el papel del rey como
militar, la actitud de los militares en general habría sido una demostración de “lealtad al
Estado”, un “referente tranquilizador” para la sociedad10. Si lo que ocurrió se entiende
como una “retirada voluntaria” de los militares de los resortes de poder que ocuparon
durante el franquismo, se puede deducir una doble actitud del ejército durante la transición:
de subordinación expectante y de “tutela” del proceso, o en todo caso un papel
meramente reactivo frente a los cambios11. Esto último quedaría cabalmente ilustrado
con el contenido del célebre comunicado oficial del Ministro del Ejército a raíz de la
legalización del PCE en la semana santa de 1977: el Consejo Superior del Ejército,
además de decirle al gobierno que acataba la medida como “hechos consumados” (pese
a merecer “una repulsa unánime general en todas las unidades”), le hacía saber que “el
ejército, unánimemente unido, considera obligación indeclinable defender la unidad de
la Patria, su Bandera, la integridad de las instituciones monárquicas y el buen nombre de las Fuerzas Armadas”12. Por eso también han destacado algunos otros investigadores
que el ejército condicionó sobremanera la agenda política. La existencia fáctica del partido
militar durante la transición, explicaría el origen regresivo de lo que no dejaba de
ser una excepción en Europa, el hecho de que fuesen las fuerzas armadas el poder encargado
de defender el orden constitucional y la unidad de España: “El artículo 8 constitucional
reproduce sin cambios significativos el artículo 38 de la Ley Orgánica del Estado
franquista”13. Al hilo de esto último, algunos autores como J. A. Olmeda, en la
senda de lo que ya apuntara Ramón Cotarelo, se atreven a definir la transición como
“una transferencia definitiva del poder de los militares a los civiles”14.
Entre 1976 y 1977 los impulsores de la transformación de la dictadura en un régimen
democrático, conscientes de que la vía reformista reforzaba la imagen de poder
fáctico del ejército franquista, se mostraban esperanzados en que eso mismo contuviera
la fuerza de su violencia simbólica en los ámbitos cerrados de los cuarteles y entre los
gritos de rigor de las salas de bandera. En ese contexto se impuso, con algunas adaptaciones
normativas, el mantenimiento de la vieja simbología y las esencias del discurso
patriótico, lo que iba a consagrar el artículo 8º de la Constitución de 1978 al signar a las
fuerzas armadas de la democracia la misión de “garantizar la soberanía e independencia
de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”. Así las
cosas, y con el añadido del inquietante vigor de las tramas golpistas, para una parte importante
de la población y de las fuerzas políticas nacionalistas y de izquierda, el ejército
español retenía la resonancia de un pasado franquista y dictatorial que dentro del
nuevo orden pluripartidista acabaría siendo transmutado en españolista y derechista.
En la percepción de amplias capas de la población, el ejército reproducía el eco
del pasado más que ningún otro de los resortes institucionales del régimen de Franco.

De hecho, la reforma militar inmediata la pilotaría un teniente general, Manuel Gutiérrez
Mellado, quien iba a hacer las veces de “espadón” tras ser nombrado ministro de
defensa por Adolfo Suárez. Esto explicaría que en ocasiones se viera entre dispuesto y
compelido a emitir mensajes contradictorios con el espíritu de consenso que presidía el
debate constitucional, discursos y declaraciones que incluso llegaron a advertir a los
partidos políticos y al propio gobierno sobre lo que el ejército consideraba irrenunciable
frente a la supuesta amenaza de los nacionalismos vasco y catalán, lo que sin duda estaba provocado por el ambiente de presión que se respiraba en los cuarteles antes y después
de la aprobación de la Constitución. Por eso en ocasiones el ministro de defensa
adoptó un tono hosco que podía parecer amenazador, para manifestar la voluntad del
ejército de impedir la ruptura de la unidad de España, con admoniciones como “España
es una y no vamos a dejar que nos la rompan”15. El peligro de involución era cierto.

Paradojas del nacionalismo constitucional y crisis de confianza en el ejército

En el camino hacia el 23-F de 1981, el golpismo se fue alimentando de diagnósticos
catastrofistas sobre “los males de España”: “La legalización del Partido Comunista,
el terrorismo, las existencia de nacionalismos, los desaires a los Reyes en su visita al
País Vasco…”16. Se amenazaba con truncar el proceso de democratización defendiendo
un nacionalismo español incapaz de reconocer a quienes, como el PCE, también tenían
una innegable idea de España. Al final la intentona golpista no triunfó pero produjo
consecuencias correctoras en el curso de la política exterior, el proceso autonómico y las
medidas de protección social, respectivamente, con el ingreso en la Organización del
Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la polémica Ley Orgánica de Aramonización del
Proceso Autonómico (LOAPA) y algunas medidas regresivas en materia sociolaboral.

Tras el desmantelamiento de otra conspiración militar que preparaba un golpe
para el 27 de octubre de 1982, llegó el triunfo electoral del PSOE. Para entonces el sistema
democrático había consiguió reconducir el viejo patriotismo militar -transmutado
en nacionalismo defensivo durante el período de transición-, a una suerte de “nacionalismo
constitucional” de las fuerzas armadas. La retórica se dualizó para escucharse a la
vez nostálgica y constitucionalista. Los valores militares más tradicionales quedaban
preservados pero también sometidos a un proceso de adaptación que iba a durar décadas.

Los reclutas continuaron recibiendo una instrucción teórica preñada de tópicos españolistas
y visiones historicistas que a veces chocaban con el espíritu democrático de
los tiempos. Durante años pudo verse el retrato de Franco en las salas de bandera. Esto
último lo interpreta Federico Trillo en un cierto sentido cuando recuerda que antes de
ser ministro de Defensa ya había estado ligado profesionalmente a las fuerzas armadas:
“Cuando abandoné la dedicación activa a las Fuerzas Armadas a finales de 1982, en las
dependencias militares todavía podían verse, enmarcados y en paralelo, el testamento de Franco y el primer mensaje del Rey. Que nadie lo malinterprete; sencillamente, los ejércitos
trasladaron al Rey, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, su lealtad a España”
17. Interprétese en todo caso más allá de la anécdota: Trillo nos habla de una clave
histórica de la transición democrática, pero también de la imagen que de sí mismos tenían
los militares –una vez más como pilar de la nación- a la altura de los años ochenta,
cuando lo importante para el ejército desde 1978, una vez revalidado legalmente en su
puesto de guardián de la unidad de España, era ser reconocido también socialmente como
instrumento representativo de la nación.

¿Pero acaso la propia función constitucional otorgada a las fuerzas armadas no
se había convertido en la más importante limitación que iban a tener que afrontar para
ser un auténtico instrumento nacionalizador de la España democrática? Más adelante
sabríamos que, en realidad, la sociedad no aceptaba bien la idea de una intervención
interna del ejército con el fin de imponer la unidad de España en una parte del territorio.
Las políticas de la ambigüedad que permitieron el acuerdo constitucional habían
confirmado que, en principio y a pesar de la propia reforma militar, se estaba aceptando
un modelo de ejército en cierta medida pensado hacia dentro y hacia sí mismo. Esa línea
de continuidad con el franquismo, la que había impuesto la forma y el ritmo de la transición
militar durante toda la transición política, a la postre se había constituido en una
paradoja. Con la continuidad de sus funciones como garante de la unidad de España se
estaba aceptando tácitamente que el ejército era un problema para la democratización, y
que iba a ser cuando menos difícil su adaptación, acaso cuestión de tiempo y de un nuevo
tipo de aislamiento so pretexto del respeto a su profesionalidad, todo lo cual se convertía
en una traba cultural que le impedía ser aceptado socialmente como instrumento
de nacionalización. Si así se percibía durante los años ochenta, la cuestión empezó a ser
más notoria una vez resuelto el problema del golpismo. Los militares españoles, cuando
se acercaba la última década del siglo XX, no se sentían muy bien valorados por la España
que juraban vehementemente defender.

Conforme avanzaba la gestión del ministro de Defensa socialista Narcis Serra, se
iba aceptando que el discurso del nacionalismo español en las fuerzas armadas había ido
desplazando aquel españolismo correoso y militarista heredado del franquismo, de tal
suerte que éste acomodó su clásica retórica (incluso la más flamígera) al “nacionalismo
banal” de la monarquía constitucional. Durante la transición, el énfasis españolista de no pocas arengas militares, a la vez que indicaba necesidad de afirmación corporativa y de
resistencia a los cambios, había funcionado como una herramienta simbólica (recubierta
de ambigüedades, medias verdades y dobles morales) en el campo de fuerzas de la cultura
militar de la época, y por eso con el tiempo resultó útil para la adaptación del ejército
franquista al modelo de reforma política y de transición democrática. Sin embargo,
los problemas iban a continuar y a perdurar incluso después de que en esa década de los
ochenta fueran desmanteladas las tramas golpistas y al fin el poder político consiguiera
domeñar al ejército heredero de la dictadura, algo que al catalanista Miquel Roca se le
había antojado tan difícil como hacerle la manicura a un tigre18.

A pesar de que ya se había entrado en una nueva época, tras haber sorteado y finalmente
superado los últimos resabios del españolismo militarista, todavía persistían
algunas limitaciones que hacían difícil promover la colaboración social con las tareas
constitucionales de las fuerzas armadas, aunque ahora los militares fueran presentados
en sociedad más como honrados profesionales del patriotismo en una España autonómica
que como trasnochados guardianes de la vieja España. Tras el referéndum de la
OTAN el interés de los mandos militares –conocedores del debate de la moderna sociología
militar sobre las relaciones entre el poder civil y los ejércitos en una sociedad democrática,
al menos las obras clásicas de Samuel P. Huntington, Morris Janowitz y
Charles Moskos- parecía centrarse en sus propias problemáticas profesionales. Sin embargo,
con el disgusto que les provocaba la pérdida de confianza de los españoles hacia
el ejército, demostraron que sus preocupaciones mayores continuaban muy sesgadas por
la ideología del nacionalismo español. Por eso ayudaron a construir un relato decadentista
sobre los efectos de los últimos procesos de cambio social y político, en el transcurso
de los cuales se habría provocado una profunda merma del sentimiento de identidad
nacional que afectaba seriamente a las necesidades de seguridad exterior y de integridad
territorial. A esas deducciones llegaron los estudios promovidos desde los años
ochenta por el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (CESEDEN): “Otra
cuestión a señalar es la gran pérdida de confianza experimentada por las Fuerzas Armadas,
tanto en números absolutos como relativos. Pues han pasado de disponer de la confianza
del 61 % de los ciudadanos en 1981, a sólo del 41 % en 1990”19.

Las encuestas empezaron a demostrar el bajo índice de patriotismo y la desatención
de los ciudadanos hacia la cultura de defensa, una tendencia cada vez más acusada
en España que en el resto de países: “En efecto, si en 1990 el 74 % de los entrevistados
en el total de sociedades estaba dispuesto a defender a su país con las armas, esta proporción
disminuyó al 69 % en 1995. En el caso español, paralelamente, si bien en 1990
un 62 % de los entrevistados se muestran dispuestos a defender a España con las armas,
esta proporción se reduce al 50 % en 1995”20. Y todo ello acompañado, o en franca retroalimentación,
por el rechazo mayoritario de la juventud al servicio militar, mientras
que fenómenos sociales pacifistas y antimilitaristas como el de la objeción de conciencia
y la insumisión crecían de forma imparable haciendo de España un caso verdaderamente
extraordinario en toda Europa21.

La percepción que la sociedad tenía de los militares españoles continuaba arrastrando
el lastre de la memoria de un pasado militarista y golpista todavía muy cercano
en el tiempo. Además, conforme avanzaba y se consolidaba el proceso de democratización,
las fuerzas armadas recibían el impacto de importantes fallas de legitimidad como
instituciones de poder en la relación con la sociedad (sobre todo con la juventud); a su
vez, de forma expresa o indirecta el ejército era rechazado en territorios con hegemonía
nacionalista y tampoco era muy bien tratado por cierta cultura de izquierda. Y así continuó
ocurriendo hasta bien entrada la década de los noventa, cuando empezó a subir en la
escala de valoración de las instituciones y logró colocarse en cuarto lugar, gracias a la
buena imagen que le proporcionaba la nueva política de intervenciones humanitarias y
el aclamadísimo anuncio del fin del servicio militar obligatorio22. No obstante esa mejor
valoración –por encima de la que merecían los gobiernos autonómicos, la iglesia o el
gobierno central y muy lejos de la que se otorgaba a sindicatos y partidos-, buena parte
de los encuestados (y con rotundidad los de izquierda) se posicionaban en contra de que
las fuerzas armadas pudieran intervenir internamente para mantener la unidad de España,
incluso si se iniciaba por medios no pacíficos un proceso de autodeterminación23. Se
cuestionaba o rechazaba frontalmente una de las dos grandes funciones que la Constitución
ordena desempeñar a las fuerzas armadas.

Una inquietud persistente

El nacionalismo español del ejército en la época democrática no ha podido relajarse
nunca del todo. Podemos imaginar el desasosiego que recurrentemente han podido
sentir los militares españoles de tendencia más civilista, los que podíamos identificar
como seguidores del pensamiento del general Díaz Alegría desde las postrimerías del
franquismo, cada vez que se hacía notorio que aún quedaban en el imaginario del ejército
español algunas de las viejas señales de su encastillamiento como grupo social: su
corporativismo, su tendencia a la presión fáctica y su rancio españolismo. De hecho, y
aunque las reformas hayan sido considerables en todo lo que se refiere al modus vivendi
de la milicia, en la percepción social queda el dibujo de algunos trazos gruesos del tradicional
aislamiento de los militares, por el privilegio de contar en exclusividad con
instalaciones, prestaciones y servicios. Incluso puede ser que algunas muestras tardías
de desconfianza demuestren que no son suficientes los cambios que figuran en el haber
de la imagen social de las fuerzas armadas españolas; así, por ejemplo, las reacciones
políticas frente a las sanciones que dictó el gobierno socialista en enero de 2007 contra
los miembros de la Benemérita y algunos militares que se manifestaron en la plaza Mayor
de Madrid para reivindicar medidas de desmilitarización efectiva de la Guardia Civil.

Una vez más surgieron voces de denuncia contra las supuestas presiones de la cúpula
militar, al parecer preocupada por el posible “efecto contagio” en las Fuerzas Armadas.
Es cierto que las protestas políticas fueron minoritarias, pero reflejaban un estado
de opinión mucho más amplio24.

Tal y como venía a reconocer el ministro de Defensa José Bono en 2004, no dejaba
de ser un caso peculiar en nuestro entorno internacional la persistencia de ciertas
limitaciones para que las fuerzas armadas se naturalizasen como instrumentos de nacionalización,
fundamentalmente las que desvelaban la baja conciencia de defensa que tienen
los españoles25. A pesar de las perturbaciones provocadas por el 11-S, el incidente
de Perejil y nuestro 11-M, el 54 % de los encuestados por el CIS consideraba que no
existía ninguna amenaza militar por parte de ningún país. Además, en el hipotético caso
de que España fuera atacada, cada vez menos españoles –un 27 % en 2005- estaban dispuestos
a dar la vida por defenderla. El debilitado espíritu de defensa nacional –que no se correspondía con un índice bajo de identidad nacional, pues, con palmarias variaciones
regionales, el 85 % de los españoles se mostraba “orgullosos” de serlo, encuesta tras
encuesta del CIS desde 1997-, estaba directamente relacionado con la percepción social
que se tenía en España del ejército: sólo la mitad de los españoles sentía emoción en los
actos militares, y, aunque no se cuestione ni el presente ni el futuro de los ejércitos, lo
que más preocupaba en medios castrenses era que, en consonancia con la baja conciencia
de seguridad nacional, una mayoría de encuestados se mostrase en contra del aumento
del gasto militar26.

Por todo ello los ministros de Defensa se fueron repitiendo en el propósito de
fomentar el espíritu de defensa nacional a través de la mejora de la imagen de las fuerzas
armadas. En realidad porque era lo único que se podía hacer cuando no aumentaba
entre la ciudadanía el miedo a que España pudiese ser atacada. Así las cosas, a base de
transitar el camino de la modernización, la profesionalización y la mercadotecnia, siguiendo
el rumbo que han marcado la incorporación de la mujer a las fuerzas armadas,
el fin de la mili y sobre todo la buena imagen de las misiones humanitarias, verdaderamente,
se consiguió que el ejército español arribase a un nuevo horizonte. ¿El ejército
que todavía nacionalizaba con dificultad podía ser eficaz para internacionalizar? En la
actualidad la nueva imagen de los ejércitos está siendo sobreutilizada como instrumento
de internacionalización de España, y eso desvela algunos cambios relevantes en el discurso
nacionalista español27.

En verdad, a comienzos del siglo XXI, y aunque vaya quedando la vieja resonancia
de unos cánticos y unos formulismos sólo en parte retocados, las fuerzas armadas
españolas han experimentado una profunda transformación institucional con consecuencias
en el plano ideológico. No sólo porque se han despoja del rancio patriotismo
militar del franquismo y han ganado enteros entre la opinión pública rompiendo la imagen
(que no toda la realidad) de su prolongado encastillamiento, sino porque han acabado
convertidos en elemento indispensable de la nueva retórica españolista. Se mantienen
los rasgos más clásicos de la ideología nacionalista de antaño, pero se pone más énfasis
que nunca en la proyección de la imagen de España como potencia de primer orden con
un creciente e imparable prestigio internacional. Aunque esta mitificación del futuro
inmediato ya comenzara durante la última etapa del largo gobierno de Felipe González, ha sido después cuando se han añadido nuevos matices teóricos. En primer lugar, con la
adaptación aznarista de las tesis de Habermas acerca del patriotismo constitucional,
pues aunque se dirigía contra los nacionalismos vasco, catalán y gallego, también tuvo
efectos en la esfera militar, justificando algunas reformas normativas y fundamentando
decisiones geoestratégicas de gran calado, como la participación en la guerra de Irak. Y
en segundo, a través de un implícito nacionalismo cívico -trasunto de la voluntad general
de los ciudadanos en un estado de derecho-, el cual se ha ido conformando sobre
todo durante la etapa de José Luís Rodríguez Zapatero, y más aún en boca de su primer
ministro de Defensa.

Los pensamientos, los dichos populares y las metáforas de José Bono parecían
destilar una concepción del papel de las fuerzas armadas en línea con la tradición progresista
del civilismo, para defender con aportes ideológicos igualitaristas el principio
constitucional de la unidad de España. En consonancia con el perfil protagónico de su
personalidad, el discurso españolista de José Bono se fue modelando conforme provocaba
una cierta interacción entre el mundo militar y el debate político en torno a las reivindicaciones
nacionalistas. Esto último adquirió rasgos verdaderamente notables en
momentos concretos como el del caso del teniente general José Mena Aguado. El discurso
que Mena pronunció en la Pascua Militar de 2006 provocó una gran polvareda
política porque, cuando las agendas políticas estaban prácticamente ocupadas por la
polémica sobre el nuevo estatuto de Cataluña, quien a la sazón era general jefe de la
Fuerza Terrestre del Ejército de Tierra no sólo se limitó a afirmar que "Las dos grandes
preocupaciones de los Cuadros de Mando y Militares Profesionales de Tropa son el terrorismo
y el futuro de la unidad de España", sino que llegó más lejos y se situó en el
corazón mismo del debate político: "Es nuestra obligación alertar de las graves consecuencias
de la aprobación del Estatuto de Cataluña, en los términos en que está planteado".

Y terminó lanzando una invocación cuando menos inquietante, algo que a esas alturas
sonaba a demasiado normativista y sobre todo muy paradójico: “Afortunadamente,
la Constitución marca una serie de límites infranqueables para cualquier Estatuto de
Autonomía. De ahí mi mensaje de tranquilidad. Pero, si esos límites fuesen sobrepasados,
lo cual en estos momentos afortunadamente parece impensable, sería de aplicación
el articulo 8º de la Constitución: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de
Tierra, la Armada y el Ejército de Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e
independencia de España, defender su integridad y el ordenamiento constitucional». No
olvidemos que hemos jurado, (o prometido), guardar y hacer guardar la Constitución. Y para nosotros, los militares, todo juramento o promesa constituye una cuestión de
honor”28. ¿Acaso no era consciente el teniente general Mena de que al anteponer el
honor militar convertía su reflexión política más que en una impertinencia en una amenaza,
en una especie de golpismo constitucional? De forma inmediata Bono escenificó
el cese fulminante del general para hacer valer a su vez el principio constitucional de la
primacía del poder civil, pero no pudo evitar que mucha gente pensara que había sido la
actitud demasiado afectada y a veces entrometida del propio ministro la que había alentado
posiciones como la de Mena en determinados entornos cuartelarios.
Podemos ilustrar todavía mejor las formas de presentar el nacionalismo español
que han tenido los políticos encargados de dirigir las fuerzas armadas con el recuerdo de
dos actos militares muy objetados dentro del amplio repertorio de ceremonias celebradas
en la capital del Estado: en primer lugar, la significativa y discutida muestra de orgullo
español que indicaba el izado por miembros del ejército, en octubre de 2002, de
una gran bandera española de casi 300 metros cuadrados sobre un mástil de 50 metros
que desde entonces quedó instalado en los Jardines del Descubrimiento de la Plaza de
Colón. Y, en segundo, la polémica levantada por el ministro Bono en su defensa de la
imagen de una España “generosa con todos sus hijos y territorios” durante el singular
desfile que organizó para conmemorar la fiesta nacional del 12 de octubre de 2004,
cuando rechazó por antiespañolas las criticas que le lanzaron desde Izquierda Unida y
algunos partidos nacionalistas tras anunciar que había invitado al “homenaje a los caídos”
a un veterano de la franquista División Azul y a otro de la republicana División
Leclerc: “No hay que pedir permiso a quien exhiba un planteamiento antiespañol, porque
a nadie se le puede obligar a querer a su país"29.

Ahora bien, a pesar de la significatividad de los nuevos argumentos del nacionalismo
español en el terreno de las misiones internas y simbólicas de las fuerzas armadas,
otro hecho, no exento de ingredientes chocantes y en algunos momentos hilarantes, nos
había recordado la textura más conocida de los nacionalismos ideológicos, cuando resurgen
y se retroalimentan por oposición a otros. Así se explica el torrente de españolismo
(y de críticas al mismo) que en julio de 2002 provocó el célebre conflicto de Perejil,
cuando el entonces ministro Federico Trillo informó del despliegue de unidades navales,
tropas especiales de tierra y aviones de combate F-18 para expulsar a un pequeño destacamento marroquí que estaba ocupando la “pequeña isla estúpida”, en palabras del
secretario de estado norteamericano, Colin Power, quien tuvo que mediar para evitar
que la insignificante disputa territorial entre España y Marruecos no se encrespara de
forma peligrosa30.
Después, la llegada de José Antonio Alonso, en abril de 2006, al Ministerio de
Defensa impone en la ceremoniosidad del ejército un viraje hacia el enfriamiento de las
expresiones de patriotismo que tanto habían alentado sus dos predecesores inmediatos,
una actitud muy criticada desde sectores mediáticos y políticos conservadores que giraban
hacia un nacionalismo español cada vez más caliente, y que propiciaron, por ejemplo,
una fuerte disputa con motivo del distintivo amarillo de la Cruz del Mérito Militar
concedido a la soldado que resultó muerta el 21 de febrero de 2007 por la explosión de
una mina en Afganistán (aunque no sea técnicamente cierto, para el PP el distintivo rojo
equivalía a admitir que Idoia Rodríguez murió en acción de guerra y a dañar así la imagen
“pacifista” de José Luís Rodríguez Zapatero)31.

Esto último, además de lo que desvela sobre las supuestas misiones de paz, sitúa
al ejército en los derroteros del nacionalismo español actual. En efecto, más allá de las
señales recientes de viejo españolismo -el que reavivaba el incidente con Marruecos y el
de la vindicación nacionalista de los mensajes ministeriales de Trillo y Bono sobre el
papel de los ejércitos mientras se debatían cuestiones controvertidas acerca de la organización
territorial del Estado (como el Plan Ibarretxe, el nuevo estatuto catalán o el proceso
de paz en Euskadi”)-, las últimas proyecciones del nuevo españolismo se han lanzado
hacia la arena internacional, para construir una nueva imagen de España como
potencia mundial también en el plano geoestratégico: durante el mandato conservador
de José María Aznar, recolocando a la “nueva España emergente” en posiciones decididamente
más atlantistas y pro-norteamericanas32, y durante el gobierno socialista de
José Luís Rodríguez Zapatero, redefiniendo el papel europeísta de España con nuevos
bríos en el terreno de la cooperación internacional y a través del reforzamiento de Naciones
Unidas como plataforma para promover y liderar una no muy bien perfilada
Alianza de Civilizaciones. Tal es la idea de España y del papel de sus ejércitos en los
mitos proyectivos del presente.


Notas:

1 Este texto es un capítulo del libro de: Carlos Taibo (dir.), Nacionalismo español. Esencias, memoria e
instituciones, Los Libros de La Catarata, Madrid, 2007, pp. 213-230.

2 Javier Fernández Sebastián, “Estado, nación y patria en el lenguaje político español. Datos lexicométricos
y notas para una historia conceptual”, Revista de historia militar, nº 1, 2005 , pp. 159-220.

3 Reglamento de Honores Militares (Real Decreto 834/1984, de 11 de abril: BOE, nº 107, de 4/5/1984).

4 Michael Billig, Banal Nationalism. London: SAGE Publications. 1995. Y del mismo autor: “El nacionalismo
banal y la reproducción de la identidad nacional”, Revista Mexicana de Sociología, Vol. 60, nº 1,
1998, pp. 37-57.

5 Véase: http://www.ejercito.mde.es/tucomono...: “¿Y tú cómo nos ves? ¿Útiles?
¿Belicosos? ¿Solidarios? El ejército con escolares en misiones internacionales ¿No sientes curiosidad
por conocernos mejor? El ejército es de todos”. Es una campaña de promoción social del ejército a través
de la actividad educativa. Un ejemplo entre otros muchos, como el de la presencia en ferias infantiles.

6 Geoffrey Jensen, “Military Nationalism and the State: the Case of Fin-De-Siècle Spain”, Nations and
Nationalism, v. 6 (nº 2), 2000, pp. 257–274.

7 Isidro Sepúlveda Muñoz, “De intenciones y logros: fortalecimiento estatal y limitaciones del nacionalismo
español en el siglo XIX”, Revue de Civilisation Contemporaine de l´Université de Bretagne Occidentale,
2002 (http://www.univ-brest.fr/amnis/docu...).

8 Roberto Fajardo Terribas, El Ejército en la Transición hacia la Democracia (1975-1982). Acercamiento
a la política reformista de Gutiérrez Mellado. Granada: Universidad de Granada, Tesis Doctoral, 2000
(http://www.cervantesvirtual.com/Fic...).

9 Alfonso Pinilla García, Del atentado contra Carrero al golpe de Tejero. El acontecimiento histórico en
los medios de comunicación, Tesis Doctoral, Universidad de Extremadura, 2003
(http://dialnet.unirioja.es/servlet/...).

10 Cf. Javier Fernández López, El Rey y otros militares. Los militares en el cambio de régimen político en
España (1969-1982). Madrid: Trotta, 1998, p. 212.

11 Carles Barrachina, El retorno de los militares a los cuarteles: militares y cambio político en España
(1976-1981), Institut de Ciències Politiques i Socials, Universidad de Barcelona: Working Papers nº 21:
Barcelona, 2002, p. 42; Felipe Agüero, Militares, civiles y democracia. La España postfranquista en
perspectiva comparada. Madrid: Alianza, 1995, p. 160.

12 Felipe Agüero, op. cit.

13 Juan-Ramón Capella, “Presentación. Una soberanía apacentada”: J-R. Capella (ed.), Las sombras del
sistema constitucional español. Madrid: Trotta, 2003, p. 11.

14 Carles Barrachina, op,. cit., p. 60.

15 Manuel Gutiérrez Mellado, Un soldado de España. Barcelona: Argos Vergara, 1983, p. 169.

16 Javier Fernández López, op. cit., p. 196.

17 Cf.. Federico Trillo, Memoria de entreguerras. Mis años en el Ministerio de Defensa (2000-2004).
Barcelona: Planeta, 2005, p. 36.

18 Gabriel Cardona, Franco y sus generales: la manicura del tigre. Madrid: Temas de hoy, 2001.

19 Aportación sociológica de la sociedad española a la defensa nacional, Madrid: Ministerio de Defensa,
CESEDEN, 1994, p. 171.

20 Juan Díez Nicolás, Identidad nacional y cultura de defensa. Madrid: Síntesis, 199 p. 111.

21 Rafael Ajangiz, Servicio militar obligatorio en el siglo XXI. Cambio y conflicto, CIS-Siglo XXI, Madrid,
2003.

22 Cf.. Carlos Navajas, “La profesionalización de las Fuerzas Armadas durante la primera legislatura popular”,
Historia del presente, nº 4, 2004, pp. 184-209.

23 Juan Díez Nicolás, op. cit., p. 181.

24 “El Pulsómetro” de la Cadena SER reflejó la división de opiniones de los encuestados ante las sanciones
impuestas a los organizadores de la manifestación de guardias civiles: “Los ciudadanos consideran en
cualquier caso que el cuerpo debe desmilitarizarse” (El País, 12/02/2007).

25 Una preocupación que quedó reconocida en la Directiva de Defensa Nacional 1/2004, de 30/12/2004.

26 Datos de la VI Encuesta del CIS sobre Defensa Nacional y Fuerzas Armadas, realizada en 2005.

27 “El 52,5 de los españoles considera que la actuación de las FAS mejora el prestigio internacional de
España, frente a 11,8 que opina que no ha contribuido nada” (conclusiones de la encuesta del CIS, 2005).

28 Discurso íntegro en ABC.es (http://www.abc.es/hemeroteca/histor...
del-general-mena_1313634544921.html).

29 http://www.la-moncloa.es/serviciosd...

30 http://www.elpais.com/todo-sobre/te...

31 El País (26/02/2007).

32 Revisión de la Defensa Nacional. Madrid: Ministerio de Defensa, CESEDEN, 2002, pp. 220-222.


Descargar en pdf:

  • Muy buen artículo. Enhorabuena. Quería aclarar algo sobre la introducción.

    Al último verso le falta una coma que lo hace menos nacionalista (cuando fue creado):

    ¡SANTIAGO Y CIERRA, ESPAÑA!

    Era una orden dada a los soldados para cargar hacia el enemigo, en argot militar.

    No obstante, dista mucho de los tiempos de cuando fue creada, y se le quitó la coma para acertar más con los intereses de la ejpaña profunda, por los propagandistas del régimen.

    ¿A que queda diferente con la coma?

    (Véanse los tebeos del Cap. Trueno, allí va sin la coma...)

    • Yo lo que no entiendo es la formula de jura de bandera...

      Si el soldado fiel "entrega su vida por españa", y "españa se lo premiará"...

      ¿Que tipo de premio puede recibir el soldado despues de muerto?

      internete
      1234567

      PD: ¿El cielo eterno?... Esto se parece mucho al paraiso prometido a los terroristas suicidas que con el pecho lleno de bombas hacen estallar autobuses llenos de gente en oriente medio... ¡No puede ser!

      ¿Una donacion en metalico para sus familiares, con los que el soldado puede perfectamente estar muy peleado?... Tampoco puede ser...

      Yo creo que lo uno o lo otro: O el soldado da la vida por españa, o el estado le premia, pero las dos cosas a la vez me parecen imposibles...

      Me van a perdonar los soldados (que seguro que son personas como todos), pero a mi esta formula de jura de bandera me parece una gilipollez, y no hay quien se la fume...

      Pienso que seria mejor que el ejercito se desarmase completamente (no tiene sentido hacer "misiones de paz" con un cetme, como no tiene sentido apagar fuegos con gasolina), y que la formula de jura, sin banderas, fuera algo parecido a:

      "No hay nada por lo que morir, ni mucho menos matar a nadie. Cualquier conflicto es temporal, se puede resolver por metodos pacificos, y los metodos violentos no solo no lo resuelven, sino que lo enervan y perpetuan".

      Es decir, un poco mas de sentido comun, porque esto que acabo de decir lo sabemos todos desde niños, aunque no lo apliquemos siempre, debido al miedo y a la desconfianza en "el otro"...

      ¡Lo cual no hace que deje de ser cierto!

  • Este texto pertenece al libro "Nacionalismo español. Esencias, memoria e instituciones":

    En muchas de las disputas que generan los llamados nacionalismos periféricos se olvida el relieve que corresponde a un discurso nacionalista, el español, cuya existencia muchos se empeñan en negar. Sobran las razones, sin embargo, para prestar atención —así lo hace este libro— a un nacionalismo de Estado cuyas actitudes, históricas y presentes, merecen un enjuiciamiento crítico.

    De resultas, y con una no ocultada vocación de estudiar ante todo las manifestaciones contemporáneas y triviales de ese discurso nacionalista, en estas páginas, que corren a cargo de profesores de diversas universidades, se reflexiona sobre la condición general del nacionalismo español (Carlos Taibo Arias), sus orígenes históricos (Juan Sisinio Pérez Garzón), sus manifestaciones en la guerra (Xosé M. Núñez Seixas) y en la posguerra (Luis Castro Berrojo) civil, su reflejo en la Constitución de 1978 (Xacobe Bastida Freixedo), su presencia en las percepciones que hoy abrazan la derecha (Xosé M. Núñez Seixas) y la izquierda (Jaime Pastor Verdú) políticas, sus vínculos con las fuerzas armadas (Pedro Oliver Olmo) y con la Iglesia católica (Jaume Botey Vallés), su tensa relación histórica con el islam (Ignacio Álvarez-Ossorio Alvariño), sus lugares de memoria (Jesús de Andrés Sanz), su ascendiente en el sistema educativo (Ramón López Facal) o, en fin, sus reflejos lingüísticos (Juan Carlos Moreno Cabrera) y deportivos (Gabriel Colomé i Garcia).

    http://www.loslibrosdelacatarata.or...