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Concentración y expansión. El capitalismo (I): Precedentes y origen

Domingo.16 de febrero de 2025 182 visitas Sin comentarios
Pablo San José Alonso, "El ladrillo de cristal", El fondo. #TITRE

Texto del libro de Pablo San José "El Ladrillo de Cristal. Estudio crítico de la sociedad occidental y de los esfuerzos para transformarla", de Editorial Revolussia.

Índice y ficha del libro

Ver también:

2ª parte: Capitalismo industrial y financiero en los siglos XIX y XX

3ª parte: El sistema neoliberal y la sociedad de consumo


En comparación con otros modelos, si algo caracteriza a la sociedad occidental, sobre todo a partir del Renacimiento, es su dinamismo, su continuo estado evolutivo. Ese desarrollo permanente hacia formas más complejas, con sus correspondientes pausas, es lo que comprendemos como progreso histórico. Hasta el punto de etiquetar como «menos evolucionadas» o «primitivas» a otras sociedades, simplemente por ser diferentes en eso, por estructurarse en base a formas distintas de comprender la realidad que, por ejemplo, pueden conceder más valor a lo estático que a lo cambiante. Nadie, por otra parte, trata de cruzar la acera para descubrir cómo se percibe nuestra sociedad y la representación que tenemos sobre lo que es el progreso, desde otros mundos sociales (1). La idea de la necesidad del progreso es uno de esos consensos que fundamentan la ideología compartida occidental en la edad contemporánea.

La cultura occidental, además, ha sido, prácticamente siempre, expansionista. Su historia lo es de un permanente crecimiento: control de mayores territorios, acaparamiento de mayores recursos, y sistemas políticos, económicos, culturales y tecnológicos cada vez más sofisticados. Se suele hablar de la Grecia clásica como cuna de Europa y, a su vez, de la civilización occidental: el idioma, la democracia, las polis, la filosofía, el arte, la ciencia... Por mi parte prefiero ubicar su génesis en Oriente Medio; en las primitivas culturas del llamado Creciente Fértil. No solo por ser el lugar en el que primero se comenzó a escribir, sino porque es donde se inaugura el paradigma de la concentración (el poder político en pocas manos, la economía en pocos propietarios, la población agrupada en grandes núcleos, etc.) que, como vengo diciendo, es definitorio de la sociedad occidental y será, cuando toque, la columna vertebral del capitalismo. Entiendo que hay una línea de continuidad entre aquellos antiguos sistemas y los imperios mediterráneos posteriores que, a su vez, son el precedente inmediato de nuestro mundo. La gran mayoría de estas realidades políticas, desde Asiria y Egipto a Macedonia y Roma, fueron netamente expansionistas, prácticamente desde su fundación y siempre crecieron a costa de sus vecinos. Cuando perdieron la capacidad de crecer, en todos los casos, sucumbieron. Casi podemos definir una regla histórica: todo poder centralista precisa expandirse más allá de sus fronteras en búsqueda de los recursos (territoriales, materiales, financieros, demográficos...) que su núcleo reclama para seguir creciendo de forma ilimitada, impidiendo así que surjan contrapoderes internos (o competencia, si hablamos de poder económico). De esta forma, la dinámica de expansión es también un medio de concentración y acumulación. En el futuro podremos hablar de «imperialismo» al estudiar sus expresiones modernas.

Este proceso no es exclusivo de Occidente. En otros lugares del globo suceden fenómenos parecidos. En Asia, América y, en menor medida, África, surgen y se desarrollan también formas de poder concentrado. En algunos casos, como Mesoamérica, los Andes, China o el Valle del Indo, llegan a estar dotados de gran extensión territorial y poblacional, así como de importantes aparatos administrativos. A diferencia de lo que ocurre en el Viejo Mundo, estos imperios coexisten en vecindad con multitud de pequeñas culturas sin estado no basadas en el paradigma de la concentración. Es de creer que, en el momento de su máximo apogeo (estoy pensando sobre todo en los grandes estados precolombinos), su impulso expansivo, por razones demográficas, geográficas, tecnológicas..., aún no era lo suficientemente intenso como para haber ocupado todo el territorio a su alcance, asimilando y destruyendo el resto de civilizaciones (2).

Ahora nos parece que se ha quedado pequeño, pero, podría decirse, hasta hace dos días el planeta Tierra era inmenso. Tanto que vastos imperios podían crecer y expandirse geográficamente sin que sus fronteras llegaran a aproximarse. Incluso sin saber unos de otros en algunos casos. Como quiera que el paradigma de la concentración —que venimos diciendo— precisa de la expansión continua (por eso el capitalismo es siempre expansionista), la colisión intercontinental entre los grandes imperios era cuestión de tiempo. 1492 data el más significativo encuentro entre culturas imperiales. Llama la atención que sociedades amplias y complejas como la de los incas y la de los aztecas, que habían tardado siglos en configurarse, se desmoronasen de la noche a la mañana con una inversión de esfuerzo militar mínima por parte de los invasores. Los historiadores que han estudiado la conquista de América hablan de algunos factores causales que fueron muy trascendentes: la rapidísima propagación de masivas y mortales epidemias o la situación de división y guerra interna aprovechada por los conquistadores. Pero, con independencia de esas y otras circunstancias que también concurrieron, la diferencia de tecnología y vocación expansiva, antes o después hubiera resultado determinante. En una pugna entre culturas político-económicas basadas en la concentración, prevalece aquella que está en una fase de expansión más avanzada y —ambas cosas se relacionan— posee una tecnología más desarrollada. La superioridad tecnológica venía siendo clave en el triunfo de un poder sobre otro desde la época en la que poseer espadas de hierro y no de bronce aseguraba la victoria. Lo sigue siendo en el tiempo que es testigo de la utilización de complejos sistemas informáticos para guiar drones y misiles.

Una vez el sistema occidental neutraliza a sus competidores, primero en América, unos siglos después en Asia, y alcanza la hegemonía planetaria, no dejará de avanzar fagocitando o destruyendo todo pequeño poder. También las pequeñas sociedades sin estado. Este proceso de conquista y dominio, que incluye también la vertiente ideológica, al que voy a llamar globalización cultural, no ha culminado en nuestros días, si bien se halla a las puertas de ello (3).

El fuerte impulso expansivo inaugurado en el siglo XV y ya nunca detenido, tiene una matriz económica. Sin desmerecer factores ideológicos como el deseo de propagar el cristianismo (hay que ponerse en la mentalidad de la época) o la sed de aventuras (esto me resulta más una lectura a posteriori desde la visión del romanticismo), el verdadero motor de los proyectos de exploración y conquista fue la codicia y el afán de lucro de unos pocos individuos de la sociedad. En algunos casos por necesidades de financiación del naciente poder estatal centralizado, como sucede con la monarquía hispánica, y en otros por puro espíritu mercantil y deseo de enriquecimiento. El emprendimiento comercial y la consideración de la riqueza personal en Europa, en estos momentos, se encuentra bajo un nuevo influjo ideológico, distinto al que venía teniendo en la Edad Media. De hecho, estamos en el momento fundacional del capitalismo. Cristóbal Colón y Vasco da Gama, desde luego, no hicieron sus expediciones por motivos benéficos, religiosos o científicos. Menos aún Cortés y Pizarro, cuyas conquistas, organizadas como una empresa comercial, con sus inversores y bajo el paraguas de una concesión administrativa del estado, tenían como único objetivo el botín. Que la avaricia, uno de los siete pecados capitales, fuera la gasolina que alimentara las conquistas de este momento de frenética expansión, explica su alto grado de crueldad y destrucción. Los conquistadores europeos, como Roma había hecho con Cartago, aniquilaron por completo las sociedades jerárquicamente estructuradas que encontraron, llegando a reducir drásticamente la población del continente americano.

Como decimos, es en este momento histórico conocido como Era de los Descubrimientos, cuando surge y se configura el capitalismo como un sistema económico de carácter global. Veamos brevemente su porqué.

La economía de las sociedades pequeñas y descentralizadas es la autarquía. Desde una visión del yo en clave colectiva y no tanto individual, y desde la ausencia de centros de poder, no se da la necesidad de acumular grandes excedentes. Prácticamente, solo se produce lo que se precisa para el consumo inmediato, estacional como mucho donde el medio es más desfavorable, incluyendo pequeños intercambios que en, apenas, ningún caso desembocan en un flujo comercial regular. No existe, pues, la mercancía. Tampoco la moneda, como es obvio. Valores de referencia tan básicos en nuestra sociedad como «pobreza» y «riqueza», son prácticamente inexistentes en este contexto.

Cuando una sociedad comienza un proceso de concentración, primero del poder político —siguiendo la definición de Clastres—, de forma automática, la nueva autoridad tiende a concentrar riqueza en su derredor. Como forma de prestigiarse y apuntalar su recién adquirido poder. A mayor poder, mayor acumulación. Y viceversa. Así se llega al paradigma de la sociedad esclavista, fuertemente estratificada en lo político y lo económico. El proceso de acumulación, ahora sí, precisará de mercancías y flujo comercial. A su vez este comercio necesitará productores que, primero intercambien, después vendan, excedentes. No conviene olvidar, por otra parte, que una forma de asegurar el flujo comercial también puede ser la exacción violenta directa. Así nace el ejército —que también tiene funciones de defensa interna del poder central— y la tributación forzosa.

El poder central no solo demanda mercancías consumibles y acumulables; también servicios. Así se rodea de grupos humanos que, improductivos en lo material y precisando ser a su vez alimentados, alojados y vestidos, le proporcionarán la satisfacción de esas necesidades. Desde los militares o recaudadores que ya hemos nombrado, a los palafreneros, cocineros, constructores o prostitutas (4). El aumento del número de estos «funcionarios» y su acumulación en torno al centro de poder, hará nacer la ciudad, una forma de vida eminentemente parasitaria con respecto al agro, desde el primer momento de su creación.

La concentración o centralización rompe la relación directa universal entre el medio y los seres humanos (5). Ahora, una parte de los mismos vivirá del esfuerzo productivo de otros, los cuales ya no solo trabajarán para cubrir sus necesidades, sino que se verán obligados a incrementar su esfuerzo para poder aportar los excedentes que el anterior grupo les reclama. La instauración del mercado, desde el primer momento, se hará en condiciones de intercambio desigual (es ésta una premisa imprescindible para el funcionamiento del capitalismo). En caso contrario no se hubiera producido la acumulación de la riqueza. Los productores, que ahora dedican muchas más horas de su tiempo al trabajo, al tener que entregar parte de su producción directamente al poder, en forma de impuestos, o al mercado en condiciones desventajosas, no verán en modo alguno compensado ese esfuerzo suplementario. Esta reflexión, en parte, es la que haría afirmar en su día a Proudhon que «la propiedad es un robo» (6).

La institución del mercado, que podemos comprender en tanto flujo comercial y en tanto lugar físico donde se produce el intercambio, a medida que se desarrolla, necesita de un grupo humano específicamente dedicado a la intermediación. Con esta nueva clase surge la moneda. También el sistema bancario, necesario para financiar inversiones en estos tiempos de emprendimiento económico, y proveedor de productos que facilitan el comercio. La letra de cambio, antecesora de los actuales cheques, la transferencia bancaria y los pagos telemáticos, en su origen, tiene como objetivo evitar el movimiento de metales preciosos como elemento de pago en transacciones a distancia. La moneda por su parte necesita un poder central fuerte que la avale. Muy prestigiado, de hecho, si se quiere que su valor de cambio sea reconocido en lugares remotos, una necesidad evidente en este momento de expansión de las rutas comerciales.

Los grandes imperios de la antigüedad, como Roma, ya estuvieron dotados de sistemas similares en cuanto a la acuñación y uso de moneda, y personas específicamente dedicadas al crédito. No es raro que los textos de la época nombren el préstamo y la usura. Sin embargo, durante la Edad Media hubo un fuerte retroceso en esta cuestión. Tanto el uso de moneda como el sistema crediticio sufrieron una fuerte contracción en cuanto a su volumen, un estancamiento en su desarrollo y hubieron de circunscribirse a ámbitos locales o regionales. La práctica ausencia de estados reconocibles como tales y la gran fragmentación del poder en pequeñas taifas y señoríos nobiliarios, elimina la práctica totalidad de factores que hacían necesario el comercio a gran escala. La desconcentración política afecta también al medio de vida urbano, que se reduce al mínimo. La economía, liberada en parte del efecto succión de un gran estado fuerte y estratificado, de forma natural, recupera modelos autárquicos (7). Siguiendo la dinámica contraria al proceso de concentración, la población abandona las ciudades y se dispersa por el territorio, ocupando todo tipo de tierras, incluso las montañosas de menor valor agrícola que, como contrapartida, suponen un lugar más seguro donde vivir. Es ahora, en ausencia de omnímodos poderes externos, cuando muchas de estas colectividades desarrollarán sistemas de apoyo mutuo que recuerdan a las sociedades sin estado: organizaciones asamblearias, formas de propiedad y trabajo comunal, autodefensa... Pero no nos vayamos del tema. En este contexto, el mercado tendrá un carácter muy limitado. Local o comarcal cuando mucho. Dedicado al intercambio —frecuentemente mediante trueque— de pequeñas cantidades de excedente de las comunidades campesinas y ganaderas y de productos de fabricación artesanal. También al abasto de las pocas y escasamente pobladas ciudades y al suministro de lo necesario para mantener al funcionariado nobiliario de cada lugar. Esto último proporcionado en forma de impuestos, en especie y corvea por lo general.

Hacia el siglo XV cambia el paradigma. Se inicia, sobre todo en Europa Occidental, un nuevo ciclo de concentración de poder que conforma unidades políticas de mayor tamaño, con un centro crecientemente fuerte y con mayor capacidad de controlar el territorio, especialmente en cuanto al cobro de tributos. En consecuencia se reactiva la vida urbana y el comercio a mayores escalas. Podemos volver a invocar a Pierre Clastres y su teoría de que es la concentración política la que acarrea la económica. De esta forma, la causa y razón principal del sistema económico que ha llegado a nuestros días, y que nace en ese momento, sería la aparición de la nueva institución de carácter estatal.

La Europa de este tiempo, que recibe el nombre de «Moderna», retoma algunas de las formas institucionales de la época tardorromana. De hecho, el movimiento cultural, elitista y vinculado a los centros de poder, llamado «Renacimiento», tendrá como referente «el esplendor» de la antigüedad clásica. El estado moderno y el sistema de intercambio comercial de carácter global y de concentración de riqueza que es su lógico desarrollo —que ya podemos llamar «capitalismo»—, se irá configurando a lo largo del siglo XVI (8). En la siguiente centuria puede decirse que el proceso ha sido culminado. Este primitivo sistema capitalista, denominado «mercantilismo», estará muy vinculado, de hecho intervenido en cuanto a sus principales flujos de mercancías, por los nuevos estados. Éstos tratarán de acaparar el tráfico de metales preciosos procedentes de América, y desarrollarán medidas de protección de la economía productiva sujeta a comercio de sus respectivos territorios; el «proteccionismo». El naciente capitalismo se inspira en el modelo comercial y financiero del imperio romano, que estaba basado en un estado y una moneda fuertes, en la recaudación de tributos y en una importante iniciativa mercantil y crediticia de carácter privado. Ahora se añaden factores de competencia, al haber diversos estados en pugna, aplicación de mejoras tecnológicas a la producción y el transporte marítimo, y la inclusión de nuevos mundos en el mercado global. A pesar de ser, como digo, una especie de reanudación ampliada de lo que se venía haciendo hasta el siglo V, el cambio con respecto a lo que sucedía en la Edad Media es muy grande.

El inicio de la Edad Moderna se caracteriza por una concepción más pragmática de la vida y la política (recordemos, por ejemplo, a Maquiavelo) y marca el comienzo del proceso de secularización que lentamente irá descristianizando Europa durante los siguientes siglos. Por lo pronto, la reforma protestante, entre otras cosas, supone una adaptación de la moralidad religiosa a los desafíos de los nuevos tiempos. Algunos autores (9) quieren ver en la irrupción de la ética protestante, proclive a la búsqueda de éxito y enriquecimiento personal, a diferencia del catolicismo, la explicación ideológica de los cambios económicos y políticos del momento.

Si hasta entonces la clave de la economía venía siendo el factor productivo, en este momento el centro de la misma será el intercambio (la producción volverá a ser protagonista tras la Revolución Industrial). Es la intermediación, esa clase social nueva, junto con instituciones como las bancarias, que se encargan de que el comercio funcione según la demanda de los estados, lo que va a posibilitar la erección de grandes fortunas. La acumulación de beneficios, contables en moneda o metales preciosos, gracias a los intercambios desiguales, posibilitará que existan fondos suficientes para reinversiones, para iniciar nuevos negocios, para financiar expediciones y, en el futuro, para poner en pie la industria. La competencia entre diversos actores es característica principal de este modelo económico. Como lo está siendo en ese mismo momento, y de forma inseparable con lo anterior, la pugna entre diferentes estados por la hegemonía. Ello le obliga, al capitalismo, a ser expansionista por definición. Recordemos: crecer o sucumbir. La concentración de propiedad que es meta de toda su dinámica, no solo será monetaria; también tenderá a concentrar en pocas manos los medios de producir bienes, la tierra y las fincas urbanas.


Notas

1- Recomiendo un agradable e instructivo ejercicio para desarrollar la capacidad de conocer el pasado y el presente —también— desde otras claves culturales: La lectura del libro de Amin Maalouf «Las cruzadas vistas por los árabes». Alianza Editorial, 2005.

2- Vuelvo a citar aquí el libro de Pierre Clastres «La sociedad contra el estado» (1974). El antropólogo describe las características de algunas sociedades amazónicas, insertando estas descripciones en una visión de conjunto. Examina los rasgos que permiten su funcionamiento sin la existencia de un centro de poder (rasgos que, de hecho, son incompatibles con dicho poder) y, desde ahí, especula sobre el proceso por el que algunas de estas pequeñas culturas se convirtieron en sociedades jerárquicas. Contraviniendo el economicismo marxista, sustenta la tesis de que es la concentración de poder y funciones en manos de una jefatura, y no un conflicto por el acaparamiento de la riqueza, lo que hace surgir el estado.

3- En su necesidad compulsiva de crecimiento material, esa, podría decirse, máquina con vida propia, independiente de los seres humanos, que es el capitalismo, concreción actual del sistema occidental, busca y no encuentra caminos. Sin apenas nuevos territorios que poder incluir bajo su administración, la expansión hacia otros planetas cada vez pertenece menos al terreno de la utopía o la novela de ciencia ficción. Mientras tanto, crece en el terreno de lo imaginario: generación artificial de nuevas necesidades materiales y productos mercantilizables que las satisfagan. Es un crecimiento irreal que no engrandece; solo hace que circule el dinero, y que se cree y destruya más materia. Como en las guerras. Viene a ser un desarrollo de tipo cancerígeno, que amenaza con destruir la vida del ser que lo alberga.

4- La prostitución, entendida como un medio de vida consistente en entregar el propio cuerpo para el disfrute sexual de otras personas a cambio de un pago, no es cierto que sea el oficio más antiguo del mundo. Surge, como el patriarcado y en íntima relación con él, en el contexto de sociedades estratificadas. En las sociedades sin estado, en las que no hay excedentes, mercancía, moneda ni trabajo por cuenta ajena, pueden darse múltiples tipos de relaciones sexuales, incluso de subordinación en algunos casos, pero la prostitución, tal como la hemos definido, no tiene sentido ni lugar.

5- Dice Bookchin: «El estado, en la forma auténticamente acabada e históricamente completa en que lo encontramos hoy, pudo haber emergido sólo después de que las sociedades tradicionales, las costumbres y las sensibilidades fueron tan profundamente reelaboradas para concordar con la dominación, que la humanidad perdió todo sentido de contacto con la sociedad orgánica de la cual provenía. (…) Al reestructurar la sociedad en su derredor, el estado adquiere funciones sociales superagregadas que ahora aparecen como funciones políticas. No solo regula la economía, sino que la politiza; no solo coloniza la vida social sino que la absorbe. Las formas sociales aparecen así como formas estatales y los valores sociales, como valores políticos. La sociedad está organizada de modo tal que se vuelve indiferenciable del estado».

6- Unos siglos antes, concretamente en el IV, un líder del cristianismo ya había establecido que «quien es muy rico es un ladrón o hijo de un ladrón». El autor de la frase, según fuentes, es San Juan Crisóstomo, San Ambrosio o San Jerónimo (en cuya «Epístola a Hebidia», 121, 1, aparece la frase redactada en forma similar). En cualquier caso, los tres personajes fueron coetáneos y compartieron esa idea. De hecho, Juan Crisóstomo reflexiona largamente sobre la cuestión de la riqueza y la pobreza en varios de sus numerosos escritos conservados.

7- La llamada Alta Edad Media es un periodo muy largo, de aproximadamente cinco siglos de duración (del V al X), en el que se dan realidades políticas muy dispares. Desde grandes imperios como Bizancio o el Califato, a monarquías con cierta capacidad de gestionar su territorio y recabar impuestos como el reino carolingio, el imperio alemán o el papado. Es también la época en que surge y se desarrolla el feudalismo, sistema que no adoptó el mismo formato ni la misma entidad en todos los lugares de Europa y que alcanzaría su plenitud en los siglos inmediatamente posteriores. Cierto es que, con excepción de los ejemplos citados y alguno más, la ausencia relativa de poderes centrales estables fue característica de este periodo y ello favoreció la autoorganización de la pequeña célula campesina. Pero, considero, no conviene realizar lecturas de este fenómeno en clave idealizada. Raro fue que cualquiera de estas comunidades rurales no estuviera bajo el dominio jurisdiccional y la obligación de tributar a algún señorío nobiliario o eclesiástico. En formas más y menos rigurosas. Estos pequeños focos locales de succión y concentración material obligaban a los productores a entregar excedentes, quebrando así la relación ideal entre producción y consumo de forma directa. Cuando no existió tal poder externo, o fue extremadamente débil, ello se debió a un contexto de conflicto. Esas poblaciones, libres de una autoridad recientemente desaparecida, aún no del todo establecida en un nuevo territorio, o incapaz de ejercer su señorío por encontrarse en situación precaria, como contrapartida y durante todo el tiempo que durase el vacío de poder, se encontraban, de hecho, en una «frontera». Por lo tanto, eran objetivo de operaciones de pillaje y saqueo perpetradas por agentes de diferentes signos. Ello les obligaba a compatibilizar su actividad agropecuaria con la autodefensa armada. Obviamente, tanto el pillaje cuando se daba, como la necesidad de la defensa, suponían una mengua de recursos y una distorsión de su modelo económico, el cual, debido a lo arcaico del utillaje y las técnicas agrícolas, era de una productividad muy baja. Del 2’5 ó 3 a 1 y proporciones similares para el cultivo de cereales. Sin necesidad de ver películas, es de creer que la vida no debió de ser fácil en estos contextos.

8- El sociólogo Inmanuel Wallerstein, en su conocida obra «El moderno sistema-mundo» (publicada entre 1974 y 1989 en tres volúmenes), que supuso la aparición de un nuevo modelo interpretativo de la historia del capitalismo, localiza el origen del actual sistema económico en el noroeste de Europa del siglo XVI.

9- La idea, principalmente, procede de Max Weber quien, en «La ética protestante y el espíritu del capitalismo» (1905), relaciona el origen del capitalismo con la reforma protestante. Al contrario que el catolicismo, el protestantismo (Weber se fija especialmente en el calvinismo) ve en el éxito económico la bendición de Dios. Así, los cristianos reformados podrán esforzarse sin trabas en pro de los negocios. La prosperidad indica el favor divino hacia el cristiano rico y es, a su vez, glorificación de Dios ante los ojos de los hombres. Según Weber, esta idea permitirá la aplicación de principios racionales y optimización a la empresa económica. A lo largo del tiempo el fundamento religioso irá desapareciendo pero permanecerá el método de rentabilización de esfuerzos y búsqueda del máximo beneficio. No es difícil relacionar esta ideología con el posterior ideal liberal burgués que defiende el egoísmo individual como motor del progreso.

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