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Anti-PERSONA

Domingo.13 de enero de 2008 713 visitas Sin comentarios
Capítulo 7º del libro de Amador Navarro Tortosa “Historias desde lo Alto de una Noria” #TITRE

Estamos publicando cada dos domingos un capítulo de la obra del escritor alicantino y amigo nuestro, Amador Navarro Tortosa, “Historias desde lo Alto de una Noria”. Esperamos que el libro sea del agrado de todos nuestros lectores y que les guste tanto como nos ha gustado a nosotr@s.

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Habiendo llegado un día a Calaceite a la casa de un hombre con el que había pactado la compra de buen vino y aceite de sus tierras para llevar a mi familia de regreso a casa y estando de cháchara durante el trasiego de llenar las vasijas y respondiendo a sus triviales preguntas sobre cómo iba la venta o de qué pueblos venía, al relatarle que lo hacía de Teruel y concretamente de Albentosa que acababa de celebrar sus fiestas patronales, su anciano padre que sentado en una silla rústica de anea y apoyado en su garrote escuchaba impasible la conversación sin abrir la boca y con la mirada perdida en el vacío, al escuchar ese nombre revivió y aún con un hilo de voz acertó a decir: “En Albentosa sé yo donde hay enterrados doscientos guardias civiles”. Me quedé de piedra. ¿Cómo dice, abuelo? -corrí a sonsacarle algo más sobre el asunto-. Pero fue inútil. El viejo volvió a perderse entre sus recuerdos sin volver a pronunciar palabra mientras que su hijo lo excusó contándome que, aunque muy mermado ya de sus facultades mentales, efectivamente aquel hombre había combatido en el frente de Teruel y había vivido desde entonces marcado por aquello.

Calaceite, Gandesa, Valderrobres, Batea o La Fatarella son pueblos perdidos en el tiempo por entre los que solía adentrarme, pasados los calores, buscando la ruta de “Fires de la Tardor” que franqueaba las comarcas más meridionales de Cataluña. Y digo perdidos en el tiempo tal era el penetrante olor a escaramuza que aún impregnaba sus callejas desde que aquella maldita contienda que nos delató descargara sobre ellas probablemente sus más espeluznantes episodios. A mi siempre me habían seducido aquellos relevantes acontecimientos en los que unos idealistas como yo se vieron en el trance de defender con su vida unas conquistas que les habían elevado por primera vez en nuestra historia al rango de personas en el sentido más amplio de la palabra por lo que cada vez que pateaba aquellas tierras lejanas me esforzaba por revivir aquellos dramáticos momentos y comprenderlos en toda su amplitud. Y me la pasaba visitando las ermitas y las iglesias, merodeando por las calles o caminando por los cerros quizás por si permaneciese en ellos todavía un último suspiro, un indicio escondido de ese cáliz amargo que se nutre cruel de tanto en tanto de las ilusiones frustradas de una buena parte de nosotros. Y preguntaba a los abuelos que, solícitos, me conducían hasta las cotas donde entonces acamparon o emboscaron al enemigo, me descubrían los pormenores de sus estrategias o me señalaban sin apenas sonrojarse las encrucijadas o chamizos donde mataron o murieron.

Fue un día en que me senté en un cerro de aquellos sobre un peñasco privilegiado desde el que se podían vigilar los movimientos en el valle que cambió mi perspectiva de las cosas. “¿Quién estuvo aquí y quién allí enfrente -escribí entonces- acechándose mientras que sus familias anhelaban sus cartas? ¿Quién los convenció para que vinieran, desde el mismo pueblo quizás, la misma calle? ¿Quién los embaucó con la patraña de que acaso podrían vivir el uno sin el otro?

La última guerra romántica, la llaman los que con toda seguridad no la vivieron. Romántica, justa, santa... ¡Qué tiempos aquellos en los que a las guerras aún se las trataba de justificar con palabras rimbombantes. En cambio hoy, en mundo tan mercantilizado basta con convencernos de su rentabilidad para que, en aras de una simple reactivación de la economía o del control de unas materias primas, aún por omisión demos la venia y unos profesionales -faltaría más, que para eso son rentables- se encargan de gestionarlas y ganarlas.

Hoy me siento pacifista por los cuatro costados. He comprendido al fin que la violencia es patrimonio exclusivo de quien manda. Que a respuesta violenta, violencia mayor, e incluso violencia infinita... empezando por ese espíritu de competitividad que nos inculcan desde pequeños y que últimamente se avienen a magnificar tan alegremente desde los programas concurso y que aceptamos por considerarlo supuestamente motor de progreso sin pararnos a pensar en que se trata nada más y nada menos que de la madre de todas las violencias: la que nos acompaña en el trabajo o en el colegio, la que nos llevamos a casa por las noches, la que se trasluce por las calles, la que nos emborracha los fines de semana, la que nos aísla de los demás, la que nos hace temerosos, inseguros, egoístas, insolidarios... la más cruel y devastadora de las minas anti-PERSONA.

Abrumado por tales reflexiones volví de nuevo a la carretera; a aquella misma carretera interminable de siempre; a aquel mismo paisaje inalterable de siempre. Daba igual que fuesen pinos, matojos, postes de la luz, casas abandonadas o rebaños de ovejas. Todo pasaba ante mis ojos a igual velocidad. ¿Y los colores? Un día eran verdes y al día siguiente ocres o amarillos. Daba igual. De tanto superponerlos resultábanme ya del todo irreconocibles. ¿Y los pueblos? Olba, Mora de Rubielos, San Agustín... Todos me parecían a estas alturas exactamente iguales. Torrijo del campo, Montalbán, Fortanete... fueron pasando aquellos días frente a mi parabrisas como una secuencia de flases de un electroencefalograma recetado con urgencia. Beteta, Cifuentes, Maranchón, Gómara, Cervera del río Alhama, Monteagudo de las Vicarías... ¡Qué lista interminable!
Me arrastré mentalmente agotado por todos ellos sin entregarme; aturdido, angustiado, sonado como un púgil a punto de caer. Hasta que por fin un día, -uno de aquellos, uno de tantos- me tenía reservada una sorpresa que me devolvería la ilusión y la confianza. El mar. Azul inmenso. Tantos meses alejado de él me habían hecho olvidar su poder cautivador. Mis aletargados sentidos despertaron al verlo, la pesada carga de los años tornóse llevadera y una recobrada excitación me transportó en volandas a un más que añorado estadio de placer.