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La izquierda, el pueblo y la calle

Miércoles.9 de octubre de 2013 2324 visitas - 2 comentario(s)
Vicent Teulera #TITRE

Hubo un tiempo en el que el pueblo fue pastoreado por las clases pudientes, arrancado del medio rural, despojado de las estructuras más o menos autónomas en lo económico, alimentario etc. que habían sido su forma de vida tradicional en muchos lugares (1), y depositado, almacenado, comprimido en las ciudades. El trabajo dejó de ser un laborar la propia tierra y hacienda para garantizar las necesidades básicas y alguna más, y se convirtió en asalariado en la mayor parte de los casos.

En ese tiempo, "la calle" era esa parte de la ciudad por la que todos transitaban y en la que se podían encontrar. Sus plazas, de alguna manera, recordaban las plazas de las aldeas y pueblos de origen, en las cuales se celebraban reuniones vecinales y concejos. Tal espacio sí era un lugar de lucha por la mejora de sus condiciones proletarias, e incluso por su abolición mediante la instauración del Socialismo. Pero no solo la calle; también la fábrica y el sindicato. Hablamos de realidades muy diferentes a las de hoy.

En cambio hoy, "la calle" como lugar político ha venido a ser poco más que un espacio en el que publicitar cosas aprovechando que por ella transita mucha gente.

No hay más que observar las protestas más nutridas que suceden en ellas; las grandes manifestaciones anti recortes, anti guerra, del uno de mayo, las huelgas generales... y constatar que hay una escasa o nula relación causa-efecto entre aquello que se supone se desea que sea concedido por el poder, y aquello que efectivamente se obtiene a fin de cuentas. En general, ni los participantes ni los propios convocantes de cada movilización suelen tener gran fe en que se van a cumplir los objetivos explícitos, y de alguna manera se conforman con el implícito de que juntar mucha gente en una avenida detrás de una pancarta "crea conciencia". A veces, debido a lo polisémico y variopinto de la convocatoria, ni siquiera queda claro de qué.

La pérdida de eficacia, de la capacidad de obtener cosas, tiene que ver con muchas razones de fondo (cambios en la estructura de dominación, en la composición social, en la propia ideología y metas pretendidas por "la izquierda"...) que sería largo enumerar aquí. Pero el hecho es que este tipo de actos en la calle, en su gran mayoría, están muy lejos de ser lo que fueron en otros tiempos -una herramienta para ejercer una amenaza, una presión real sobre los poderosos y sus instituciones-, y no son mucho más hoy que un simple escaparate en el que mostrar una serie de deseos e ideas, cuando no para dar a conocer a colectivos pequeños y grandes. El bucle se cierra cuando algunas organizaciones aprovechan estos eventos "en la calle", no tanto para formar parte del común que expresa la consigna hacia el resto de la población no participante y el poder, como para hacer publicidad de sí mismas de cara al resto de manifestantes.

La calle... ¿Por qué no es, por ejemplo, "el campo", el escenario elegido para que se puedan dar luchas emancipadoras?

Aunque bien pensado, viene a dar un poco igual. Porque, se den donde se den las luchas actuales, nos sigue faltando el sujeto de las mismas: el pueblo. Existe el lugar donde protestar (y ni eso, porque con las leyes de control social, muchas de ellas aplaudidas por la izquierda, cada vez está más restringida la cosa) pero no la gente. Es como si queremos hacer fuego y tenemos el comburente (el oxigeno) pero nos falta el combustible. Porque, igual que la calle hoy no es espacio de encuentro y lucha, sino de paso y publicidad, la gente ya no es un pueblo, sino una ciudadanía.

Aventuremos una definición de "pueblo": un sector generalmente mayoritario de una población, con conciencia de sí mismo como unidad diferenciada de otras, y con unos lazos de identidad común y de vinculación material fácilmente reconocibles. Un ente así se siente como un todo. El pueblo unido jamás será vencido, decía el slogan. En su lugar hoy lo que tenemos es una suma de individuos y pequeños grupos yuxtapuestos. Tal yuxtaposición, o mejor podríamos decir hacinamiento, en las ciudades, genera inevitables elementos identitarios. Los más elocuentes se hacen visibles en los nacionalismos de selección deportiva. Pero los más determinantes tienen que ver con insconscientes y generalizadas adhesiones a los paradigmas que propone el poder. Apenas hay vínculos humanos y materiales entre las personas del vecindario de las ciudades, ya que todos los tienen de forma individual y asimétrica con las estructuras de concentración de riqueza del sistema. Ni qué hablar de los mecanismos de adoctrinamiento que han hecho que la gran mayoría de estos individuos a la hora de pensar la realidad política no miren hacia sus lados, sino hacia arriba. Hacia las formas institucionales que ha creado el propio poder, las cuales no se realizan en campos, calles ni plazas, sino en artefactos de metacrilato con ranura, cada cierto tiempo.

Qué agorero, diréis. Qué fácil es ver las cosas desde el salón -o el estudio- de casa, sin arremangarse y bajar a pisar el barro de la calle. Qué cómodo se está escribiendo en el ordenador en lugar de formar parte de las movilizaciones.

Y la verdad es que pienso honestamente que lo que toca ahora, si es que ahora hay algo con sentido y posibilidad que pueda hacerse, no es tanto patear calle, pancarta, octavilla o cubo con cola y escoba en mano, sino tratar de reconstruir de alguna forma el sujeto de la supuestamente anhelada transformación. O sea el pueblo.

Las calles de las ciudades a diario están llenas de transeuntes, de ciudadanos y ciudadanas, que nos recuerdan vagamente al pueblo que conformaron sus generaciones anteriores. En ese mar pudo pescar el 15M, fugazmente como luego se vio, a una pequeña parte de esa ciudadanía. Durante bastantes meses esas personas hablaron, pensaron, se concienciaron, se dotaron de herramientas de funcionamiento político horizontal, y de alguna forma recuperaron la dimensión popular. Pero parece que eso no es suficiente para volver a ser un pueblo. Tras el esfuerzo puntual y la acampada, apta solo para una pequeña parte de la población, la gente vuelve a sus obligaciones que atender, a su familia, su casa, su trabajo asalariado, a sus vacaciones, a sus rutinas. No es suficiente.

Como bien advirtió Simone Weil, no puede haber transformación que se base exclusivamente en un esfuerzo extraordinario. Cualquier cambio -hasta el que requiere mayor grado de confrontación- ha de ser sostenido en el tiempo, y debe incluir todos los elementos de la cotidianeidad. Por ello hace falta también generar marcos económicos, además de los políticos, que nos permitan ser pueblo. Que nos posibiliten el ganarnos la vida sin depender de los poderosos que concentran la riqueza y los medios para producirla. Aunque sea renunciando a algunas ventajas materiales (¡ay, quién estará dispuesto a ello!) Me gusta, por ejemplo, todo eso de las cooperativas integrales. Con sus virtudes y sus defectos, que caminos perfectos no existen. Y no veo, como acusan algunos desde la izquierda clásica, que cualquier proyecto que trabaje por la autogestión tenga que ser necesariamente una especie de burbuja alejada y protegida de lo que acontece en el resto de la sociedad. Tratar de construir alternativas al margen del sistema no es en absoluto incompatible con el activismo de confrontación por el cambio de las estructuras existentes (mucho menos incompatible, por ejemplo, que tratar de hacerlo siendo funcionario, contradicción en la que incurren no pocos comunistas y anarquistas). Siempre que no se luche, claro está, por conservar dichas estructuras en plan defensa del estado de bienestar, "lo público" etc. De hecho estoy convencido de que ninguna de las dos vías tiene la menor posibilidad por sí sola. Aunque, y volviendo al pesimismo, no sé si algo tiene hoy día posibilidad en el punto al que hemos llegado. Porque, como decía alguien, si esto sigue es porque a la mayoría le gusta y a la minoría no le disgusta.

NOTA

1.- Hasta no hace demasiadas décadas, la demografía del estado español fue predominantemente rural. Teniendo en cuenta que las primeras instituciones policiales permanentes no arrancan hasta 1850, y que la mayoría de los servicios asistenciales en manos del estado no se universalizan hasta etapas tardías del franquismo, podemos afirmar que el poder estatal -y de su mano, la gran empresa capitalista-, en numerosas zonas rurales, no se hace presente "de facto", hasta épocas tardías. En muchos lugares, sobre todo de la mitad norte peninsular, predominaron los concejos abiertos o juntas vecinales, la organización comunal de parte del trabajo, la propiedad común de grandes porciones de la tierra, así como diversas formas cooperativas y autogestionarias compatibles con la pequeña propiedad privada. Este modelo no se dio en todo el territorio estatal y, por ejemplo, convivió con el que podría ser su contrario; el latifundio del sur peninsular, en el cual la propiedad estaba concentrada en muy pocas manos y el pueblo debía trabajar de forma asalariada para la élite poseedora de los medios de producción, la cual fijaba siempre las condiciones. Exactamente igual que ocurre hoy día en las ciudades.


Ver más artículos de Vicent Teulera: http://www.nodo50.org/tortuga/Artic...

  • La izquierda, el pueblo y la calle

    8 de octubre de 2013 19:08

    Interesante punto de vista.

  • La izquierda, el pueblo y la calle

    11 de octubre de 2013 07:58, por Juanjo

    Sí, interesante. Necesario es airear las mentes con artículos como este. Aludido en cuanto que soy funcionario, aunque en excedencia voluntaria...

    En mi opinión es apremiante una desurbanización de las mentes, dejar a un lado los miedos por el temor a no tener para comer -cuando se alega esto ante volver a ser pueblo y vivir en un pueblo es lo primero que se dice, cuando en realidad el temor es a renunciar al ritmo de consumo y de viajes que nos agotan, la comida es lo que menos importa- y descubrir que podemos, que podemos con nuestras manos y mentes hacer pan, cultivar garbanzos, ordeñar una cabra y hacer un cobertizo. Cierto que va a ser cada vez más difíicil porque nuestro Ministerio de Cultura y nuestra actual noción de cultura han eliminado nuestra verdadera cultura, el saber hacer -está muriendo la última generación que sabía de esto de vivir por ti mismo-, pero no veo otra forma. El Estado de Bienestar fue una patraña asentada en el sufrimiento de otros pueblos, en potenciar la fe en el Estado y en reducir hasta exterminar el concepto de solidaridad, de compasión, de querencia al vecindario o al compañero de trabajo.

    Hay que dejar de creer en esta forma de vida "ciudadana". Hay que volver al "paletismo", a ser pueblo en un pueblo, a descentralizar, a desurbanizarnos.

    Sí, vivo en un pueblo pequeño, desde hace siete años. He aprendido mucho, sobre todo a respetar a cada abuelo y me duele cada uno que se muere porque se va con ellos no una generación sino toda una cultura. Me decían que me apartaría de la lucha, que me iría a vivir a los mundos de Yupi, que me haría un guetto. Y siento que todo se ha dado la vuelta, que la lucha está aquí, que la ciudad te aparta de lo que eres, embrutece y neutraliza.

    Gracias por el artículo publicado.